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Las niñas

Miércoles, 18 de diciembre 2019, 04:00

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No recuerdo que nos educaran para nada en especial. Ni para ser madres, ni profesionales, ni esposas. Esa clarividente sensación de sentirse educada para altos fines que tantas puertas abre y tantas libertades cierra, no la vivimos nosotras, niñas del boom de nacer en los sesenta. Nos dejaron un poco a nuestra suerte. Como si nadie esperara nada de nosotras y a la vez fuéramos el vaso votivo, la ofrenda sagrada, de todas las esperanzas de los nuevos tiempos. Bastante tenían nuestros padres con: haber sido niños en la guerra, adolescentes en la posguerra, jóvenes en la recuperación económica y hombres y mujeres llenos de miedos personales, ideológicos, sexuales, privados de sus derechos civiles básicos hasta sus cuarenta años.

Crecieron, y nosotros con ellos, hijos de la orfandad sobrevenida que la guerra les deparó desde todos los extremos de la barbarie, intentando protegernos de sus secuelas con una intensa niebla azul, roja, negra... sobre sus recuerdos, sacando adelante sus profesiones, sus negocios, sus trabajos, sus familias. Y a veces, de noche, lloraban por sus cosas, como únicamente cada generación sabe administrar sus lágrimas.

Eran nuestras madres inteligentes e intuitivas, sumisas y resueltas, habilidosas maestras de todo, frustradas en su mayoría en las aspiraciones de llegar a la Universidad, señoras de... con ese peso repartido en un inagotable nacer de niños, incluidas nosotras, alimentándose de sus sueños rotos. Eran nuestros padres trabajadores incansables, autoritarios y afectivos, hechos a sí mismos a manotazos con la vida, seres adorados a los que no se podía molestar con nuestras cosas cotidianas de niños, que nos instalaban en la playa si tocaba veraneo y se volvían rápidamente, para quienes la vida doméstica era un territorio autónomo e inexplorado que sobrevivía a todo sin su presencia. Una república idealmente matriarcal.

Sacerdotisas del culto al esfuerzo, responsables por convencimiento propio, nosotras sí estudiamos, prácticamente todas en el entorno de mi pequeña ciudad, gracias a la política de becas o gracias a nuestros padres; todavía había negocios familiares, pero la mentalidad familiar los reservaba a los hijos, con lo cual salimos libres de nuestras casas, con muchos menos prejuicios de los que se nos presuponían y una mirada abierta, ansiosa.

Ahora somos las madres de los milennials, incluso de la Generación Z para las maternidades más allá de la treintena, el plancton afectivo y educacional de consumo obligatorio para las exigencias interminables de las generaciones más ¿preparadas? de cualquier época y, a la vez, las cuidadoras titulares de madres octogenarias empoderadas, más indómitas que cuando éramos sus niñas de jerséis con coderas y Calcio 20.

Y ahí estamos, atrapadas, mientras ya hacen las cuentas de nuestra jubilación y amortizan nuestro empuje endémico. En cuatro años, el 80 por ciento de los baby boomers pertenecerá a la silver generation. Pues yo...pienso seguir rubia.

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