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D ENTRO de la absoluta anormalidad en la que vivimos, encontrar en la calle a los vendedores de gargantillas de San Blas te reconcilia con lo que sea, que ahora mismo no sabría decir qué es. Fue de lo último normal que vimos antes del gran confinamiento. Con su cruceta de madera y las coloridas gargantillas colgando como flecos, igual que si fuese un estandarte que anuncia salud, se han adelantado a las cigüeñas, que suelen llegar por estas fechas a ocupar las espadañas y alborotar al vecindario con sus llamadas. Vendrán porque lo manda el refrán. Pero este año no habrá celebración de ningún tipo por San Blas más allá de ponernos hasta el Miércoles de Ceniza la bendita cinta, que ningún mal hace y sí protege la garganta de quienes tienen fe en la tradición. Toda protección es poca en estos tiempos que corren, en los que todo es gris y triste, como Salvador Illa, salvo esas gargantillas.

Había una vendedora de gargantillas frente a San Juan de Sahagún el día del funeral de Gonzalo Torrente Ballester, don Gonzalo, el “Señor de las Palabras”, que parecía que rumiaba frases y palabras cuando pensaba qué decir. La vi como si no hubiese pasado el tiempo. Hoy es el cabo de año del escritor. El 27 de enero de 1999, víspera de Santo Tomás de Aquino, que no tendrá su celebración universitaria. He contado alguna vez la potente sensación de vacío que percibí el día siguiente en la ciudad cuando el coche funerario que llevaba sus restos a Serantes dejaba atrás Salamanca subiendo por la calle Toro. Un vacío que no han llenado del todo ni la escultura de Fernando Mayoral en el Novelty, ni la de Salvador Amaya junto a la Biblioteca Torrente Ballester. Porque posee dos estatuas el autor de “Los Gozos y las Sombras”, lo que no pueden decir muchos. Creo que solo Unamuno tiene también dos: frente a su casa en Bordadores, de Pablo Serrano, y en la escalera del Palacio de Anaya, de Victorio Macho, un busto al que podríamos añadir el del añorado Casino. Pero habrá más, lo estudiaré. El caso es que don Gonzalo vivió veinticinco años con nosotros, un cuarto de siglo que comenzó con su incorporación como académico de la Lengua, continuó con todos los grandes reconocimientos de las Letras nacionales, y concluyó con su marcha a la tierra donde nació. Fue pregonero de la Feria del Libro, donde animaba a la lectura con tono de viejo y sabio profesor, y honoris causa de la Universidad de Salamanca. Torrente acabó siendo uno de los nuestros y nosotros uno de los suyos: nos pegó algo de su Galicia. Incluida la devoción por las lampreas, cuando llega su temporada a Casa Paca. En su libro “La saga/fuga de J.B.” se habla del imaginado Castroforte del Baralla, pueblo donde hay lampreas, un cuerpo Santo que apareció en el agua y una serie de locos que dicen muchos disparates. Salvo por las lampreas y la condición acuática del cuerpo Santo, podría tratarse de Salamanca perfectamente; y de los locos que dicen muchos disparates ya, si eso, hablamos otro día. Pero ahí están. Si alguna vez tenemos un museo de la ciudad debería haber en él algo que nos evoque su figura, como sus gafas, por ejemplo. O su grabadora de voz. Creo que el alcalde, Carlos García Carbayo, tiene estos días algo de tiempo para pensar en ello, así como en ese centro de la Salamanca desaparecida.

El estandarte de gargantillas por las calles nos avisa del fin de enero y la llegada de febrero: “San Blas, gargantero, tiene su fiesta a tres de febrero”, nos recuerda Joaquín Díaz, el folklorista. Un febrero sin fiestas, claro, que no está este horno para estos bollos. Para otros bollos ya veremos con el precio del cereal disparado, que anuncia una harina por las nubes.

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