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Las cicatrices de la historia

Martes, 9 de febrero 2021, 04:00

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Tengo ciertos recuerdos de la primera vez que crucé una frontera y mi padre me dijo solemnemente “ya estás en el extranjero”, fue seguramente entre Fuentes de Oñoro y Vilar Formoso. También recuerdo las instrucciones de los mayores de mi familia sobre la conveniencia de estar calladita y quieta en el asiento trasero del coche mientras los aduaneros se sorprendían (era su deber, aunque la sorpresa no conllevara sanciones y sí alguna propina) de la cantidad de toallas, café y algún que otro cartón de Winston que mis mayores traían de vuelta a España.

Años después, cayó el muro de Berlín y en pocas semanas allí me planté yo, en diciembre de 1989, para ser testigo de lo que una frontera puede significar, además de los trámites necesarios para pasarla: dolor, separación, incertidumbre y hasta miedo. Reconozco que poner mis pies en el Checkpoint Charlie cuando era un puesto fronterizo y no el decorado para que los turistas se hagan fotos en el que se ha convertido, y pasear por aquel Berlín que era una fiesta continua, ha sido una de las experiencias más extraordinarias que he vivido.

Ahora que, si se trata de relatar experiencias fronterizas, nada como la sufrida en el otoño de 1991, cuando los aduaneros de La Junquera me tuvieron durante un par de horas al relente mientras revisaban mi documentación y destripaban el coche en el que viajaba con dos amigos, becarios como yo en Florencia, en un trayecto de vuelta a España. Eran las tres de la madrugada y en nuestra inconsciencia juvenil pretendíamos cruzar sin más con un coche matrícula de Bilbao, un bilbaíno apellidado López al volante y otra pasajera madrileña, pero de apellido vasco. Para mayor desgracia, éramos estudiantes y llevábamos tres ordenadores a bordo que la Guardia Civil aduanera nos hizo encender e incluso nos amenazó con requisar caso de no obedecer; obedecimos sin rechistar y muertos de miedo, pues los tres ordenadores en cuestión llevaban en sus correspondientes discos duros buena parte de nuestras tesis doctorales. Unos días antes ETA había asesinado a tres policías locales en Alicante, esa fue la fatídica coincidencia que disparó el celo de los aduaneros ante esos tres jóvenes que pensaban que las fronteras eran pura escenografía.

Afortunadamente, en 1993 la siempre e injustamente criticada Unión Europea se cargó las fronteras interiores y convirtió un enorme territorio que iba desde Cádiz hasta Estocolmo y desde Lisboa hasta Varsovia en una provincia que podíamos atravesar con el DNI en la mano y, muchas veces, sin enseñarlo; ni que decir tiene que algunos nos empleamos a fondo en esa tarea de ir de un lado para otro con tantas facilidades. Vivir en Bruselas, a dos horas de tren de varias capitales europeas, Londres incluida, ha sido una suerte de la que he disfrutado abundantemente, aunque ahora, encerrada en los poco más de doscientos kilómetros de largo que tiene este país, me esté resultando un tanto difícil de soportar. Como supongo que será igualmente complicada la existencia de las muchas personas que viven a lo largo de esa Raya de Portugal, de 1200 kilómetros de longitud y de la que a los salmantinos nos corresponden unos 170 que, gracias al Duero y al Águeda, son de una belleza indescriptible y que ahora ha vuelto a ser no sólo una raya pintada en el mapa sino una frontera de las de verdad; otra vez una cicatriz de la historia, como lo son casi todas las fronteras.

Esta plaga vírica (y no bíblica) nos está complicando la existencia hasta límites que ya no estábamos dispuestos a imaginar. Yo, personalmente, les confieso que si hay algo que no creí que volvería a ver era el levantamiento de las fronteras; la imposibilidad de cruzarlas y la resignación de no poder hacerlo en unos cuantos meses más, y eso, con suerte. Nosotros los humanos, en nuestra permanente soberbia y frecuente estupidez, creíamos tener sometida la naturaleza y esta nos ha dado una buena lección de humildad: un bicho microscópico está levantando muros donde otros tardaron siglos en derribarlos.

Yo aquí sigo, en un lejano banco de la paciencia, dos fronteras por medio y 1600 kilómetros en línea recta entre mis dos plazas mayores favoritas; esperando a que llegue el día en que, vacuna mediante, pueda volver a cruzarlas sin tener que enseñar dos o tres documentos de identidad, diez papeles y una prueba de laboratorio. Nos quedarán de todas maneras otras fronteras, las que John F. Kennedy señaló en el discurso inaugural de su presidencia, hace ahora 41 años: las no exploradas de la ciencia y el espacio, pero también las no resueltas de la guerra, la ignorancia y la pobreza. Lo dicho: las cicatrices de la historia.

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