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La pesadilla

Miércoles, 12 de febrero 2020, 04:00

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Amanece y las radios braman por la nueva pérdida. Ana, en Granada; que fue en Granada... encontrada en su domicilio por su padre; eran las cinco en sombra de la tarde, que no quiero verla...; maestra comprometida, como si alguna pudiera no serlo por mucho que la aleje del objetivo la enseñanza; y, suya, una hija de diez años. Me acosan en la noche la violencia y las agresiones del hombre contra la mujer y me producen pesadillas. Las víctimas, 1.043 desde que en 2003 comenzó el recuento oficial, se han colado en mi cabeza insomne y me aferro a lo único que puedo hacer a estas horas, que es recordarlas. Intento sentir su miedo. Y me paralizo.

Las cifras caen implacables con una cadencia siniestra que continuamos sin descifrar ni detener. Con nuestra ignorancia de sociedad invertebrada nos desentendemos del temor a la noche y al día de esas mujeres que van dejando un reguero de desesperación, de dolor, de gritos, de sangre y golpes entre las paredes que creían seguras, protectoras; seres en búsqueda continua de refugio, en huida permanente hacia un sitio real donde continuar vivas y a un sitio imaginario donde les aguarde algo que pueda recordar a la felicidad, a la esperanza, o a lo que sea que pueda suplantarlas. No más cuerpos marcados, gritos amordazados, miradas implorantes, para que hijos y vecinos no descubran su pena más negra, porque hace tiempo pensaron que, quizá todo, todo cesaría.

Imposible humanidad incapaz de radiografiar la necesidad de seguridad de nuestros ciudadanos vulnerables, de enfrentarse y desentrañar la oscuridad de lo más cercano.

Hace unos días bajó de repente del tranvía de una ciudad del norte de Alemania; llevaba sus quince años a cuestas y sobre su cabeza un gorrito malva con unos cuernecillos infantiles de niño vikingo. Saltó hacia la acera en una especie de tirabuzón imposible y calló con gracia mirando hacia los sorprendidos pasajeros: eran las once de la noche. Continuó por el medio de una ancha calle, saltando, sola. Un joven mayor aceleró el paso tras ella, siguiendo su luz de niña. Nuestros ojos la vigilaban hasta que la perdimos. Dudamos si bajar también, porque sentimos su inseguridad, el comienzo del miedo en ese instante, en situaciones de vulnerabilidad donde no llega el respeto de persona a persona, donde se cortocircuita la mirada de un hombre sobre una mujer o una niña, la aparta de lo afectivo, de lo racional y la lleva a terrenos donde la fuerza, la educación, la cultura, la violencia, la justicia, juegan combates cada vez más desiguales entre su abuso y su falta.

Escribo con una frase en mi cabeza del escritor suizo Joël Decker en su novela sobre la desaparición de una niña de quince años: Los jueces no son más que seres humanos. Lo primero que hacen por las mañanas mientras se toman el café es leer el periódico. Pues hoy, con vuestra estela en este artículo, desayunamos todos juntos. Todas a la mesa, atragantadas de palabras.

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