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Sin duda había que intentarlo. Antes del verano, al final del confinamiento que resolvió la primera ola de la pandemia, parecía razonable plantear un retorno a la presencialidad para el arranque del nuevo curso, en un septiembre que entonces resultaba lejano y que se atisbaba relativamente despejado. Había que estar preparados para lo que pudiera venir, pero el énfasis en la universidad española se puso en organizar una presencialidad “segura”, es decir, un regreso a las aulas compatible con el respeto a los protocolos sanitarios que estuvieran vigentes. Sería injusto afirmar que al tomar esa decisión las universidades sucumbieron sin más a las presiones de los intereses económicos y sociales dependientes de la actividad universitaria. Esas presiones, legítimas, existieron y en algunas ocasiones, como suele suceder en nuestra ciudad, confundieron el beneficio privado con el de una institución que debería colocar por encima de cualquier otra consideración sus propias necesidades. Pero una universidad pública constituye, y no es redundancia, un servicio público, y si esa universidad es presencial la mejor manera de ofrecer dicho servicio es hacerlo de acuerdo con esa naturaleza presencial. La educación presencial, por otro lado, es la más justa e integradora desde un punto de vista social, la que menos discrimina en función de los niveles de renta del estudiantado. Así que a pesar de que algunas universidades muy relevantes, sobre todo fuera de España, apostaron por convertirse este curso en universidades telemáticas, la “presencialidad segura” era probablemente la mejor opción.

Las cosas, sin embargo, se torcieron durante el verano. La comunidad universitaria en su conjunto, y en particular los responsables de las Facultades y Escuelas, realizaron un enorme esfuerzo por prepararse y acondicionar sus instalaciones: creyendo que, para garantizar la distancia personal, bastaría con reducir la capacidad de las aulas a la mitad, se hicieron multitud de cálculos y se ajustaron horarios, hasta conseguir que las cosas cuadraran. Pero a comienzos de septiembre, con la segunda ola ya en el horizonte, se anunció que esos cálculos no servían. Ahora había que asegurar una distancia interpersonal en las aulas de al menos metro y medio y eso resultaba ya mucho más complicado. A toda prisa, hubo que medir y remedir aulas, contemplar modalidades de docencia presenciales, virtuales y mixtas, reajustar horarios y grupos, invertir en nuevos instrumentos telemáticos que unas veces podían ser de última generación y otras, digamos, de las penúltimas, según las muy diversas disponibilidades económicas de cada centro. Muchas personas realizaron entonces un trabajo ejemplar, por lo que merecen el reconocimiento social que injustamente se regatea a veces a los servidores públicos.

El curso universitario comenzó para la mayoría de los estudiantes el 1 de octubre y apenas dos semanas después el clima general es de confusión. Como fondo, una nueva escalada de la pandemia, que acaba de derivar en un aislamiento perimetral de la ciudad de dudosa eficacia y que muy probablemente anticipe nuevas restricciones. No se sabe muy bien, sin embargo, qué está sucediendo dentro de las aulas. La idea general es que no se están produciendo contagios, es decir, que las medidas establecidas funcionan correctamente, aunque resulta comprensible la preocupación de quienes exponen su salud a contactos prolongados con grupos relativamente amplios y en espacios no siempre bien ventilados. Muy acertadamente, como antídoto contra los rumores que acompañan esta clase de situaciones, la Universidad Pontificia facilita información periódica y detallada a su personal del número de infectados y de su incidencia en centros, titulaciones y grupos. Pero la Universidad de Salamanca, incomprensiblemente, no está siguiendo esa política de comunicación y solo ha proporcionado algunos datos globales de la situación el 15 de octubre, cuando se anunció a la prensa, sin más precisiones, que había 72 estudiantes infectados y 280 en cuarentena, y que los problemas afectaban a 16 de sus 22 centros. Algunas noticias aparecidas en los medios de comunicación durante esta semana han producido también desconcierto, pues parece que se han tomado decisiones de confinamiento voluntario no previstas en los protocolos aprobados por la universidad para su personal. Por el contrario, ha recibido un aplauso unánime la respuesta a varios desmanes acontecidos en colegios mayores y residencias, aunque se hayan presentado como “expulsiones”, que tendrían difícil encaje jurídico, lo que solo es apertura de expedientes sancionadores. Finalmente, se extiende el debate sobre la conveniencia de revisar, en un contexto epidemiológico crecientemente sombrío, el formato en el que se imparten asignaturas en las que los profesores se ven obligados a dirigirse al tiempo a estudiantes “presenciales” y “telemáticos”, con los inconvenientes esperables de esa especie de esquizofrenia docente.

En fin, tiempos verdaderamente recios, que en algún momento -ya queda menos- pasarán. Mientras tanto, por favor, como se decía en aquella serie que nos entusiasmó hace años, “tengan cuidado ahí fuera”.

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