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El otro día oí en el parque de la Alamedilla a un viejo diciéndole a otro que al rey Felipe le habían dado la orden de la carretera. De la Jarretera, puntualizó el compañero, al tiempo que señalaba muy certeramente que al rey nadie le daba órdenes. Me pregunté si ellos sabrían qué era eso de la Jarretera, aunque puede que sí les sonara “jarrete” como parte anatómica, tanto humana como animal (morcillo), tal como lo explicaba Alberto Estella el miércoles.

Las noticias de la pasada semana han abundado en la relevancia del acto institucional en el que con gran pompa y boato Isabel II le otorgó a nuestro rey la máxima distinción de la corona británica, que tiene “numerus clausus”, y que ensombrece a otras órdenes, como la del Espíritu Santo, la Orden del Cardo o la de San Juan de Jerusalén, por mencionar solo unas pocas.

En mis clases de literatura inglesa del siglo XIV hago a veces referencia a ciertos elementos del contexto histórico para ver si así capto la atención de los estudiantes. Vano intento. Y les digo que Eduardo III instituyó la Nobilísima Orden de Caballería de la Jarretera (o de la Liga, o de la cinta azul del pasador del liguero), que es lo que la palabra “Garter” significa en inglés.

Los escritos hablan de la admiración que el monarca sentía por los idealizados tiempos del mítico Arturo y sus Caballeros de la Tabla Redonda, pero el origen de la orden se atribuye en un detalle de galantería que el monarca tuvo hacia una dama a la que, en el transcurso de un baile en la corte, se le cayó una liga. El rey, para evitarle bochorno, acallar habladurías y censurar las miradas maliciosas de los nobles, la recogió y se la puso él mismo, añadiendo en tono desafiante: “Honi soit qui mal y pense” (maldito sea quien piense mal), frase que hoy figura hasta en los pasaportes de los británicos. A partir de ese incidente se consagró por elevación la más alta dignidad que otorga la hoy Graciosa Majestad de la otrora pérfida Albión. El autor de “Tirant lo Blanc” nos lo cuenta en varios capítulos dedicados a la estancia del héroe en la corte inglesa, y habla en la novela de “l’ordre dels cavallers de la Garrotera”.

Con Eduardo III empezó la Guerra de los Cien Años –finalmente perdida-- cuando reclamó el trono de Francia en virtud de añejos derechos hereditarios por parte de madre. En consecuencia, varias generaciones a uno y otro lado del Canal se mataron por obra y gracia del monarca jarretero. En la última etapa de la contienda, con un calzonazos de rey en Francia, surgió la figura de Juana de Arco, heroína en el sitio de Orleans. Esta mujer no tenía orden ninguna, salvo sus propios ovarios que de nada le sirvieron cuando fue condenada a la hoguera por hereje. Churruscada en el poste primero, santa en los altares después, y sin liga ni jarretera.

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