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La ‘isla bonita’

Lunes, 27 de septiembre 2021, 05:00

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Nada más pisar la fina y negra arena de la playa de Tazacorte un hamaquero se nos acercó y espetó con orgullo: “Están en el pueblo con más horas de sol de España. Disfruten”. A un precio módico nos colocó la hamaca y la sombrilla para plantarnos delante del apaciguado Atlántico en el mismo punto donde desemboca el imponente barranco de Tenisca. Una depresión de colores ocres y verdes que desciende desde la encalada iglesia de Nuestra Señora de las Angustias, rodeada de inmensos cultivos de plátanos. La Palma es una isla maravillosa. El año pasado tuve la oportunidad de visitarla y recorrerla con esmero sin parar de preguntarme cómo había esperado tanto tiempo para hacer ese viaje. Hoy en la playa de Tazacorte la luz del sol está difuminada por culpa del gigante furioso de Cumbre Vieja. La lava de momento no amenaza su arenal, pero sí se siente muy cerca. Apenas siete kilómetros al sur.

Durante estos días, la explosiones, la salida del magma, la lluvia de cenizas y, sobre todo, el drama de miles de palmeros, copa los informativos. En ocasiones, convertido en un espectáculo. En una competición de ver quién es el que más se acerca a la lava o capta con más crudeza el derrumbe de una casa. Pero La Palma es muchísimo más y, cuando el volcán se duerma, será bueno recordarlo para dejar de verla como un territorio lejano y sentirla más nuestra que nunca. Su hospitalaria gente se lo merece.

Resulta apabullante ascender por la zigzagueante carretera que lleva hasta ese coloso de 2.426 metros llamado Roque de los Muchachos. El lugar donde tocas el cielo y la ‘isla bonita’ se abre a tus pies cubierta por un mar de nubes que parecen algodón. Dicen que aquí se ve el cielo más límpido de toda Europa y por algo es el hogar de un observatorio astronómico compuesto por 14 telescopios.

Precisamente la cordillera que tiene su punto más elevado en el Roque es la que impide que el humo y las cenizas del volcán lleguen hasta el verde norte. Aquí la tierra es más estable y antigua en términos geológicos. Es donde se ubica la inmensa Caldera de Taburiente, el punto donde se originó La Palma para que después los volcanes hicieran su trabajo ampliándola como una flecha hacia el sur. Adentrarse en la Caldera sobrecoge.

Una de las grandezas de la isla es el contraste entre ese frondoso norte y el ‘lunar’ sur. La mayor humedad debida a la concentración de nubes regala mágicos bosques de laurisilva que parecen la mismísima selva amazónica. El Cubo de la Galga o los nacientes de Marcos y Cordero son dos de las rutas más sublimes que puede hacer cualquier senderista.

En ese norte donde el Atlántico azota con fuerza, y en ocasiones sin piedad, aparecen playas de ensueño como la de Nogales; se degustan exquisitos quesos, guisos de cabra y gofio escaldado; y se aprecia que los ecos de la ‘España vaciada’ también son una desgraciada realidad en las turística Canarias. Pueblos como El Tablado, rodeado de majestuosos ejemplares de drago, permanecen casi abandonados y con comunicaciones defectuosas que obligan a los más jóvenes a buscarse la vida en otra parte.

Algunos emigran a la capital de la isla, Santa Cruz de la Palma, una de las ciudades más deliciosas del archipiélago gracias a sus casas de aire colonial que construyeron aquellos palmeros que, ironías del destino, tuvieron que marchase a América y regresaron queriendo demostrar que les había ido muy bien. Una Santa Cruz que volverá a celebrar su blanco carnaval de Los Indianos y a sacar a su Virgen de las Nieves, a la que muchos estos días piden que cese la tragedia.

El mirador de la Cumbrecita, el pueblo construido en una roca marina del Porís de la Candelaria, las salinas de Fuencaliente, San Andrés y su Charco Azul... Todas esas joyas seguirán ahí cuando el titán de fuego se calme. Mientras, volquémonos con los palmeros. Son de los nuestros y nos necesitan.

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