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Nunca, de niña, surqué los mares en un velero, como Greta Thunberg. Solo llegué a enrolarme, con la imaginación, en el bergantín de Espronceda, al que por su bravura llamaban El Temido. Mis padres no me acompañaron de continente en continente, en una cruzada por el clima. A mí me mandaban sola a la tienda de ultramarinos a devolver los cascos y a por el pan nuestro de cada día a casa de la señora Martina, que no sería “de autor”, pero que olía a gloria bendita. Y todo ello, por cierto, con la misma bolsa de tela que sigue colgada tras la puerta de la cocina.

A pesar de que creció en Suecia, Greta no sabe lo que son los sabañones. Yo, en cambio, crecí en una casa sin calefacción y en mi escuela, a diferencia de la de Machado, la monotonía sobre los cristales era de escarcha. Yo no reciclaba los bricks en el contenedor amarillo, sino que salía a la puerta con el cueceleches cuando llegaba la lechera, cada mañana, y a menudo sufría el sobresalto de ese olor amargo y pegajoso que alertaba que el manjar blanco, aprovechando el descuido, había rebasado el recipiente y se tostaba ya su espuma en mestizaje con el fuego.

Pasaba los eternos veranos sobre una bicicleta. Bebía agua del grifo, sin envasar. Iba a pie al colegio y escribía en las dos caras de cada página hasta que el lápiz era tan corto que apenas podía sostenerlo. No encendía un dispositivo electrónico para ver qué hora era, sencillamente llegaba a casa siempre antes de que anocheciese. Como di pronto el estirón, hice todo el bachillerato con un solo uniforme de colegio. No me informaba en Internet, buscaba en la biblioteca. No conocí los videojuegos ni los multicolores plásticos de Lego, como mucho nos entreteníamos con el parchís de cartón de los Juegos Reunidos Geyper. Por su puesto no crecí enganchada a un teléfono móvil y nunca consumí productos bio, comí con total despreocupación climática las manzanas y los membrillos de la huerta de casa, todos ellos de forma irregular, a veces con agujeros y en ocasiones incluso con gusano, por los que suspiro todavía al enfrentarme hoy a los perfectos e insípidos productos supuestamente ecológicos.

Por todos estos recuerdos de una feliz niñez me desconcierta que Greta se enfade con mi generación y nos acuse de haberle robado su infancia . No he llegado a entender qué es exactamente lo que quiere que cambie en mi vida para proteger el clima, solo oigo hablar de multimillonarias cifras que saldrán de nuestros impuestos. No le basta con que suba a diario las escaleras hasta mi casa, en un cuarto piso, que haga la compra a pie y vaya a trabajar en bici desde antes de que ella aprendiese a gatear. ¿Qué más puedo hacer para consolarte, Greta? ¿Dejar de comer carne? ¿Desguazar mi coche? Disculpa si no permito a mis hijos faltar al colegio los viernes para asistir a tus manifestaciones y créeme que entiendo tu preocupación. A tu edad, además, estar enfadado con los adultos y cuestionarlos es lo más natural. ¿Pero te has planteado cuestionar en tus discursos vuestra adicción a las pantallas, conectadas y consumiendo constantemente energía, mal hábito que exige una proliferación de satélites y basura espacial cuyo peligro es más inminente aún que el del calentamiento? ¿Vuestro concepto de la moda de usar y tirar, vuestra aversión a las legumbres, vuestra dependencia de productos electrónicos a menudo fabricados en otro continente? Reconozco tu buena intención, Greta, pero deberías percatarte de que solo uno de vosotros ha consumido ya más energía que toda mi clase de primaria junta durante su infancia y adolescencia. ¿Por qué no te preguntas qué puede hacer tu generación por el clima que no sea cortar calles, faltar a clase o servir de pantalla a lobbies energéticos que van a sacar una monumental tajada de esta reconversión?

Cuenta conmigo para proteger este planeta, nuestra casa común. Estoy dispuesta a cambiar mi vida cuanto razonablemente sea necesario, pero por favor no me hagas comulgar con ruedas de molino, que aunque sean artefactos sostenibles no hay quien digiera. No salvaremos la Tierra con emoticonos ni con proclamas inflexibles o intolerantes. Tampoco con el saqueo de fondos necesarios para curar el cáncer o pagar las pensiones, sino por medio de soluciones tecnológicas más avanzadas y respetando la humanidad de nuestros congéneres. Me alegro, en todo caso, de que visites Madrid. Si vuelves en verano, prometo no enfadarme contigo si enciendes el aire acondicionado.

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