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La convivencia

Miércoles, 6 de mayo 2020, 05:00

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Entrar algo más de luz en las cifras de esta lucha por nuestras vidas y no dejo de pensar en dos palabras que son un grito antiguo de las aspiraciones humanas: techo y comida. Resuenan como un tamtam tribal en mi cabeza y aparecen disfrazadas de mil formas, tantas como las leyes y las sociedades nos las han hecho creer. Amplificadas, esperadas, mendigadas, negadas, luchadas, atrapadas entre el mercado devorador y la necesidad básica y asociadas, otra vez, al futuro incierto de sus moradores. Se acrecienta en estos 54 días la desigualdad, abanderada por la segregación urbana mientras se mantiene en suspenso la convivencia ciudadana, uno de los escasos comportamientos que nos acercan. Los urbanistas trabajan en esta ida de entretejer los barrios con todo lo necesario a 15 minutos a pie para no convertir este desastre en irreversible.

Con esta sacudida a nuestro diseño social, urbano, productivo, intelectual, educativo, sanitario, nuestro mundo personal se ha convertido en un gigante multitarea extraordinario y sobrevalorado. Es imparable el proceso masivo de la convivencia con nosotros mismos en horario ininterrumpido; vamos del infierno al paraíso sin estaciones intermedias, entre la preocupación creciente por el día a día y el horizonte difuso de nuestro un poco más allá, de la realidad sombría e inmediata de las cosas. Y a medida que se estrecha nuestro entorno y la plaza pública es la cocina de nuestra casa, paradójicamente a la vez, nuestra fuerza interior no para de soñar, de devorar anhelos y afectos, del pasado y del futuro. Hemos caído en la marmita de nuestros hogares –de donde se espera que salgamos más fuertes- y estamos sumidos en tareas básicas de socialización familiar y de pareja gracias al tiempo doméstico recuperado. Una especie de embriaguez lúcida que no acaba de abandonarnos nos impide ver con perspectiva, atrapados en la fascinación de la caverna de Platón en versión videowall, sofá articulado, comida en la mesa a su hora y acompañada.

Sin embargo nos miramos mucho por dentro y nos desosiegan nuestros pensamientos. Recuerdo la película Blue (Azul, 1994), del director británico Derek Jarman, quien describió cómo su mundo complejísimo de percepción de cineasta y artista plástico, se venía abajo deteriorado por la ceguera causada por la enfermedad de la que falleció ese mismo año, unos meses después del estreno de su obra. Sólo percibía la tonalidad azul, su cromatismo y las sensaciones que le transmitían el mar y el cielo, junto a las palabras de sus amigos y la música que protagonizaba cada momento. Fue una ceguera luminosa, quiero creer que como la nuestra de ahora, si la luz no nos vuelve a cegar. Y si volvemos a la Edad clásica encuentro la misma esperanza en el pensamiento que Yourcenar le presta a su Adriano, cuando recuerda que hasta los hombres más opacos emiten algún resplandor. Convirtamos nuestras reflexiones en derechos básicos y palabras sanadoras, inteligentes, como dardos lanzados contra la incertidumbre.

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