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Insistían (e insisten) mis maestros en que no es apropiado recurrir a las definiciones no especializadas cuando se pretende hacer ciencia. Esas definiciones, propias, por ejemplo, del diccionario académico, tienen una función más bien divulgativa, se dirigen a un público no necesariamente especializado y son, además, frecuentemente discutibles. Un ejemplo: no se me ocurriría comenzar un artículo científico sobre el español del Río de la Plata con la definición que de la palabra ‘dialecto’ nos ofrece la Real Academia: “Variedad de un idioma que no alcanza la categoría social de lengua”. Definición que, por otra parte, contentaría a muchos hablantes del español, pero no a la mayoría de los sociolingüistas ni –en este caso– a los rioplatenses. Pregúntenle a Valdano.

Y es que la comunicación lingüística no suele exigir a los interlocutores una precisión propia de un relojero suizo. Muchas de las palabras que utilizamos en la interacción cotidiana tienen un significado más bien difuso, y esa es una característica importante de nuestro lenguaje que el diccionario académico suele recoger puntualmente.

Durante las semanas pasadas, en la campaña electoral para la Comunidad de Madrid se ha manifestado cotidianamente esa imprecisión semántica, muy especialmente en el uso de las grandes palabras. Así, la libertad se ha identificado con nociones profundas, pero también con otras actividades no menos gustosas pero sí más triviales (como pimplar, sobre todo si lo que se pimpla es una caña bien tirada). No sé si la definición académica da cuenta de ese amplio abanico significativo: “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos”. Yo creo que no: sobre todo, porque se incluya en la definición la facultad de no obrar. ¿Cómo va uno a negarse a tomar la mencionada caña, especialmente si está helada (como estaba siempre la cerveza en las primeras novelas de Vargas Llosa)?

Habiendo visto que la definición académica cojea, no hay más remedio que acudir a los clásicos: Aristóteles, para quien la libertad es la base de la democracia. Charles E. Hughes, que recuerda cómo cuando perdemos el derecho a ser diferentes también perdemos el privilegio de ser libres. O Benjamin Franklin, que destaca que la libertad comienza cuando la ignorancia desaparece.

Con todo, yo prefiero la definición de Alan D. Foster: “La libertad es el caos, pero mejor iluminada.

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