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Lo de marimacho es muy de Torrente. Se lo llamó a la inspectora en «Misión en Marbella». «¿Pero tú no eras un hombre, marimacho?» Y desde que se lo llamó, hace más de 20 años, han cambiado muchas cosas. Por ejemplo, que es ofensivo. Que ahora aunque una mujer por su aspecto y comportamiento parezca un hombre no es un marimacho, por mucho que diga la RAE. Ahora lo primero que no sabemos es si es mujer.
Antes Google homenajeaba a Nettie Stevens, genetista que descubrió los cromosomas X e Y como determinantes del sexo biológico. Antes se estudiaba que quien tiene cromosomas XX es mujer y si son XY, hombre. Era fácil. Ahora, pues depende. Y si la periodista Paloma del Río osa decir que si tus cromosomas son XY no debes/puedes competir con personas de cromosomas XX, ella es ya peor que Torrente. Ahora todo es inclusivo, hasta la ciencia, y hasta el Comité Olímpico dice que la determinación del género no puede reducirse a cromosomas sexuales.
Estamos en un momento en el que no sabemos quién es hombre y quién mujer. Y en el que predomina algo llamado identidad de género que deja sin homenaje a Neill Stevens. Para ser mujer basta con sentirse mujer y para competir como mujer en las olimpiadas basta que lo ponga tu DNI o tu pasaporte. La percepción de cada uno prima sobre la percepción que tienen los demás de ti. Pero si me veo joven, de 25, mi percepción ahí no cuenta. Y si me veo delgadita, para competir en una categoría «pluma» en unas olimpiadas y tener ventaja, la báscula me delatará. Y aquí es imposible agarrase a ese cambio en el DNI por la percepción propia, ni siquiera agarrados al combate contra la discriminación por la lacra social del edadismo y la gordofobia. Nunca puede suponer una ventaja en competiciones y por eso en boxeo hay categorías por peso y, en función de los kilos, también se calzan unos guantes u otros.
Pero es de mal gusto pensar que el hiperandrogenismo supone una ventaja para el competidor. Aquí el comportamiento socialmente aceptado es el de centrarnos más en el derecho de esa deportista, pongamos el caso de la boxeadora Imane Khelif, con exceso de andrógenos, o en su día del de Caster Semenya. Del derecho de la boxeadora italiana que se borró a los 46 segundos por miedo a perder hasta la vida, ni se habla.
A Kelyf la Federación de Boxeo la descalificó por exceso de hormonas sexuales masculinas. Luego el COI decidió que cumplía los criterios, que no pasa nada porque compita con mujeres. Ahora, después del lío, mantiene que la argelina sufre abuso. La italiana, se ve que no. De ella no dice nada. La diferencia entre Semenya y Kelyf es que la atleta va por su calle y la otra, a puñetazos y su rival se juega más que una medalla.
Dicen que entonces un nadador alto no podría competir con uno bajito. Pero si en boxeo se diferencia por pesos es justo por seguridad del deportista, por el riesgo a lesiones graves, por posibilidad de una fuerza desproporcionada frente a otra, por justicia en la competición. Claro que yo, bajita, tengo difícil jugar al baloncesto profesional. Con lo modernos que somos no se entiende la fobia a crear categorías de ellas, ellos y todos los elles que sean.
En tiempos de «Torrente» se hablaba de la Olimpiada de Barcelona. Entonces se veía de lo más normal que un homosexual cantara con una mujer con sobrepeso. Ni se reparaba en ello, sólo aplaudíamos emocionados. Ahora se abren las olimpiadas con la escenificación trans de la última cena y si entonces al Cobi de Mariscal le aclaró el tono de piel el comité olímpico, a lo mejor ahora le hubiera dado el cambiazo por una drag queen. Por una mujer, difícil, porque se ve que no sabe ni cómo es.
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