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En la semana de Óscar Puente hemos sabido que el Ayuntamiento de Salamanca quiere abrir puentes entre el Paseo de San Vicente y su cerro. Recuperar el antiguo portillo y hacer accesible desde el Paseo el acceso a la acrópolis salmantina, donde los arqueólogos tienen marcado un espacio que pudo ser sagrado, un lugar de culto.
Este anuncio vuelve nuestra mirada al hecho de que Salamanca fue una ciudad amurallada y con sus correspondientes puertas, algunas de las cuales aún están en la toponimia de la ciudad, como la Puerta del Río y la de Zamora, y de la que se han borrado postigos, como el Ciego, y el resto de puertas, incluida la Nueva o la Falsa, pero esta es otra historia, que revela una visita al Centro de Interpretación de las Murallas, abierto frente a la Cueva de Salamanca, o la lectura de «Las fortificaciones de Salamanca», coordinada por el arqueólogo Carlos Macarro, aunque un poquito más de señalización municipal en sus restos o su emplazamiento no vendría mal, revelando, incluso, detalles como la existencia de una lápida romana incrustada en el lado que mira a Rector Esperabé, donde la Hostelería quiere levantar la Feria de Día del año que viene, como en su momento el alcalde Julián Lanzarote hizo lo propio con el rastro desterrado de la Plaza del Oeste. El Portillo de San Vicente, pegado al Colegio Mayor Hernán Cortés, obra del arquitecto Antonio Fernández Alba, hará más permeable el Cerro de San Vicente, donde se ubicará un espacio dedicado a la Salamanca desaparecida y por lo tanto invisible, en el que ya trabajan algunos sabios salmantinos.
No es el Museo de la Ciudad de Salamanca, pero algo es algo. Al igual que la acrópolis ateniense fue vapuleada por todas las civilizaciones que pasaron por ella, como nos explicaba estos días allí mismo la genial Arthemisa Scumburdis a un grupo de sexagenarios salmantinos, el Cerro de San Vicente pasó lo suyo durante la ocupación de los franceses y el desalojo de estos, que podría haber citado en su nueva novela Ken Follet, como ha hecho con Ciudad Rodrigo.
Si tiene oportunidad de ir a Atenas localice a Arthemisa y siga sus explicaciones: es más, mucho más que una guía y pone en valor a los nuestros y su tarea de informar, explicar, poner en valor a Salamanca y lo salmantino, y en resumen también hechizar la voluntad de los visitantes para volver a ella. Guías que en los últimos años han abierto nuevas rutas por la ciudad e incluso es posible que abran la ruta de la Salamanca desaparecida o invisible ayudándose de planos, fotografías o grabados, como hace Arthemisa sobre las ruinas griegas.
Hay una ruta de los universitarios, que comienza en el Corrillo con la cita de la «Tía Fingida», de Cervantes, y puede finalizar tras las Escuelas Menores, donde estuvo el Desafiadero, pasando por el tuno de San Benito, la calle de Serranos –de compras y empeños– la de la Fe– en la llegada del giro– las aulas y edificios históricos, la Casa Museo de Unamuno… hasta llegar a las inmediaciones del Puente Romano, donde estuvo San Nicolás, cementerio y aula de anatomía, la primera reconocida de Occidente, donde podrían haber recalado los traumatólogos congresistas de estos días en un paseo por la ciudad. Un rincón muy querido por mi amiga Ana Bueno, traumatóloga experta en «huesos de cristal» y salmantina de Macotera. Una ruta de los universitarios vinculada a octubre, cuando comenzaban sus clases, coincidiendo con San Lucas, y la primera fiesta universitaria, la de los de Medicina. Un mes teresiano, que recuerda que Santa Teresa de Jesús se estrenó en Salamanca con miedos por culpa de los estudiantes en noche de difuntos, a un mes vista. Y mes en el que quedó claro que vencer y convencer no son la misma cosa, aunque hay puentes, como vienen contándonos desde hace décadas el matrimonio Rabaté, que algunos sentimos como vecinos, aunque residan lejos.
Por cierto, en 1606, Gil González Dávila, hablaba de la Puerta de San Vicente, que tenía en sus afueras una mina de hierro, que los salmantinos llaman Peña del Hierro.
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