La falta táctica
Es evidente que las sanciones en el fútbol base resultan insuficientes para superar los episodios violentos
Cuando parecía que el puente que dejamos atrás podría haber servido como una especie de jornada de reflexión ante el fin de semana más negro ... que se recuerda en el fútbol base en los últimos cincuenta años, llega un derbi de categoría Regional Juvenil y vuelve a propinarnos un baño de realidad.
Me da igual el nombre de los equipos –no pienso mencionarlos-, tampoco es trascendente saber la edad de los chavales que jugaban, ni siquiera voy a preguntar por el coeficiente intelectual de algunos padres que vociferaban en la grada. Lo cierto es que el domingo volvió a producirse una batalla campal en el césped al término de un partido de fútbol. Y que este tipo de hechos se están convirtiendo en algo habitual.
Parece que las primeras sanciones por los ¡catorce incidentes! del último fin de semana de noviembre no han surtido efecto. Un chaval se va a pasar siete partidos sin jugar, a cuatro clubes les han impuesto una pequeña multa, los equipos de otras entidades todavía están siendo investigados por otros altercados… Nada, medidas que, a la luz de los hechos, resultan absolutamente insuficientes. Pero, claro, qué podemos esperar si en la pachanga dominical de cincuentones somos capaces de dejarnos de hablar durante dos semanas por una discusión sobre si el balón salió fuera de banda. A dónde queremos llegar si le decimos a nuestro hijo que no sea tonto, que agarre de la camiseta al contrario si es necesario con tal de que no se vaya por la banda. En qué pensamos cuando aplaudimos la falta táctica –bonito eufemismo de comentarista deportivo- que ha hecho un jugador de tu equipo para cortar un contraataque del rival. Sí, en el fútbol llegamos a justificar este tipo de acciones por el éxito que suponen para nuestros intereses, aunque vaya contra el espíritu del juego.
Y así somos capaces de encumbrar a Federico Valverde, no por sus maravillosos goles desde fuera del área, sino por la entrada por detrás que le hizo a Morata en la prórroga de la final de la Supercopa cuando el jugador del Atlético de Madrid se iba solo hacia la portería madridista. La falta evitó el gol casi seguro y, aunque lo expulsaron, la violenta acción provocó que su equipo llegara a los penaltis y se llevara el torneo. Poco después, el charrúa dijo que lo volvería hacer, que así lo habían educado en Uruguay. Sus compañeros señalaron que estaban orgullosos del él. Hasta Simeone, el entrenador perjudicado, afirmó que el centrocampista blanco había hecho «lo que tenía que hacer». Todo vale con tal de ganar.
Si este es el ejemplo, no entiendo muy bien qué hace el deporte dentro del Ministerio de Educación o, como otras épocas, en el de Cultura. Podría llegar a entenderlo porque, como fanático del fútbol, veo a jugadores que realizan auténticas obras de arte. Un pase filtrado entre líneas a lo Guti, un eslalon de Messi sorteando rivales o un control de Zidane pueden llegar a ser auténticas obras de arte. A mí me han levantado del asiento como algunas faenas de Morante. Entonces, por qué no promovemos el arte en el deporte. Por qué no favorecemos el señorío. Por qué no encumbramos la nobleza. Competir es esforzarse al máximo por conseguir una meta. Pero sin marrullerías, sin malas artes, sin trampas. Hacer deporte tiene unos valores: la disciplina, la perseverancia, la humildad, la superación personal, la justicia, y también el trabajo en equipo, la amistad, el respeto.
Piensen que sus hijos jugarán miles de partidos de fútbol. Muchos los ganaran, muchos otros los perderán. ¿Por qué les gustaría que fueran recordados? ¿Por su forma de controlar el balón o por lo bien que hacía faltas tácticas?
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