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Llevamos unos meses en los que las noticias que más interés despiertan entre los salmantinos son los cierres de comercios históricos. Debe ser algo así como cuando a la gente mayor le gusta hablar de enfermedades, o se apresuran por ser los primeros en transmitir la noticia de que la tía del pueblo ha hincado el pico.
Este tema del cierre de comercios tiene algo diferente porque el interés que despiertan no es una cuestión de morbo, sino de nostalgia. Hay establecimientos que están ligados a momentos especiales de nuestras vidas, y aunque el cierre de ese negocio no borra nuestros recuerdos, parece que sí los deja en blanco y negro. Como demasiado lejos. Cada comercio que cierra en nuestra ciudad es una parte de nosotros que se pone mustia.
Mirar al pasado puede ser ameno o incómodo dependiendo de si lo haces por gusto o por obligación. Nos gusta contar batallitas y rememorar anécdotas de juventud, pero también nos da pinchazos ahí cuando nos damos cuenta de lo rápido que pasa el tiempo.
Podríamos hacer un repaso cronológico de nuestra infancia y juventud, ciñéndonos exclusivamente a establecimientos de Salamanca que hoy ya no existen.
Recuerdo con melancolía las chichas del Mesón La Espada, pero recuerdo sobre todo el peculiar local alargado: con el suelo lleno de serrín y de las servilletas manchadas de adobo y grasa que la gente lanzaba como si no conociera el significado de la palabra papelera. –«¿Para beber quiere algo el chaval?»-, preguntaban a mis padres –«Un butanito», respondía yo-.
La ronda de tapeo de los miércoles -único día de la semana que mi padre tenía de descanso- pasaba por Tasio, con su peculiar cuadro en el centro de la barra, y solía terminar en el Cacho que había en lo alto de Gran Vía. A Cacho le conocía porque mientras él jugaba -perdía para ser exactos- al frontenis contra mi padre, yo jugaba con su imponente perro Black.
Más recientemente, cuando uno se podía costear su propio alterne, descubrí que el cielo consistía en una barra de color verde del Bar Antonio, donde las nubes desfilaban en forma de raciones de bravas: unas patatas que no te entraban en la boca y una salsita blanca que muchos han intentado imitar desde entonces.
Para 'flotar' más alto acudíamos al Bar Llamas: una tasca anclada en los años 70 para lo bueno y para lo malo. Lo bueno eran los precios y lo malo… ¡Qué demonios! ¡No había nada malo en el Llamas!
A las tiendas de discos Summa y Tris les fui fiel durante más de una década. Luego les empecé a poner los cuernos con la revista Discoplay y luego pasa lo que pasa. Con ellas seguí la egoísta técnica de regalar a mis seres queridos aquellos discos que, en realidad, quería para mí. Así, sin pedirlo ni quererlo, mi madre recibía puntualmente por sus cumpleaños el último álbum lanzado por Julio Iglesias. Luego yo la ayudaba a abrirlo y escucharlo. Una tras otra vez. Una tras otra…
El cierre de la librería Cervantes creo que incluso trascendió del plano comercial a lo social y cultural. Al fin y al cabo la ciudad perdía su librería más grande y famosa: la que tenía las peticiones de material escolar solicitadas por los profesores más puntillosos. La que me ayudó a recopilar todas las novelas de Anne Rice. La que olía a papel de libro sin abrir y a gomas de Milán.
Ahora lo que se lleva es entrar en el pequeño comercio, trastear el producto para ver si te gusta y luego encargarlo a otro por internet.
Da mucha pena, pero como comentaba esta misma semana Tamara, la dueña de la sombrerería El Bombín que también va a cerrar, «de la pena no se come».
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