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El 'pero…' se ha convertido esta semana en una conjunción adversativa que, casi siempre, precede a una frase tremendamente desafortunada: 'Yo no soy racista, pero hay veces que…'.
Es el temido 'pero' que también se incluye en conversaciones sobre el machismo, la homofobia y otros temas en los que uno trata de justificar lo injustificable.
En este caso hablamos de fútbol. ¿Hay racismo en el fútbol? Por supuesto que sí. Lo hay en Mestalla, en el Bernabéu y en Salamanca. Está en todos los campos de España, sin excepción. Incluidos los de fútbol base, que es más triste, si cabe.
Uno no puede justificar que no es racista alegando que tiene amigos negros, si cuando acude a un estadio y quiere ofender a Vinicius, lo que le sale de las entrañas -que es donde radica la verdad - es llamarle negro o mono. Nadie grita 'Vinicius maleducado' o 'Vinicius provocador'. El aficionado que insulta, lo que quiere es arrojar a la cara algo que sea muy negativo, y en una rápida valoración entre tildarte de ser bajito, feo o torpe, en ese momento no se le ocurre que exista nada peor en el mundo que ser un negro. Pues eso es exactamente ser racista, aunque luego te vayas de cañas con tu colega el de Guinea.
Con todo lo grave que es el racismo, creo que se trata solo de un subproblema, dentro del gran problema del fútbol: la cultura de que estar sentado en una grada, no solo te da derecho a insultar a todos los que estén en el terreno de juego, sino que además es lo realmente divertido de ver un partido.
Esta es la idea que ha tratado de denunciar Ancelotti durante esta semana. ¿Por qué un deportista tiene que soportar que le digan todo tipo de barbaridades como si fuera incluido en el sueldo? Si eso mismo sucede en la calle, si un tipo de insulta a apenas dos metros de distancia, no cabe duda de que el insulto acabaría en los tribunales, en el mejor de los casos. Pero si un gañán se mete con tu madre y está separado por una valla publicitaria, es como si gozara de inmunidad diplomática. Me atrevería a decir que dentro de esa barra libre para la ofensa que se ha instaurado en el fútbol español, el periodismo está en el centro de la diana.
Y no se trata solo de fútbol profesional donde hay un gran salario por el que merezca la pena hacer de tripas corazón y aguantar los insultos. Lo vemos en la base: respetados papás y mamás soltando todo tipo de improperios contra menores de edad que juegan -o arbitran- por pura diversión. Es de locos.
¿Qué le ha pasado al fútbol español? Recuerdo algo que dijo Fabio Capello cuando -no hace ni 20 años- abandonó el Real Madrid para regresar a Italia. Al poco tiempo de marcharse aseguró que lo que más añoraba de nuestro país era que «se puede entrar y salir del estadio sin la escolta policial y se puede ir al fútbol con la familia sin tener miedo a los violentos». Lo decía porque en aquellos tiempos Italia sufría un terrible movimiento ultra, mientras que Inglaterra se estaba reponiendo de unos años negros en los que su fútbol fue arrinconado y sancionado con dureza por avergonzar al planeta.
Por el momento, en España ya existe serio riesgo de recibir una colleja por entrar en los campos rivales con los colores de tu equipo o portando la bandera de tu país.
Por el camino que llevamos, y para evitar que esto se descontrole, tiene toda la pinta de que alguien va a ser cabeza de turco -eso ha sonado racista- y va a cargar con un castigo ejemplarizante. A algún club le van a cerrar el estadio, algún aficionado va a acabar entre rejas y cuidado si la candidatura de España para albergar la Copa del Mundo 2030 no se deshace por su propio peso y por la incongruencia de ir de la mano con Marruecos.
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