La palabra vivienda tiene su raíz etimológica en la latina vivĕre. Vida y vivienda están unidas por una razón superior: resulta imposible que, una sin ... la otra, puedan darse de una manera digna y fidedigna. Cualquier persona, por el simple hecho de serlo, tiene derecho a vivir con dignidad en un lugar donde hacerlo, algo que viene recogido en nuestra Constitución, por más que no se corresponda con la realidad. Una prueba fehaciente es el hecho de la enorme demanda, sin visos de encontrar respuesta, que recorre toda España, con algunos lugares donde la situación se agrava y que ahora se han dado en llamar «zonas tensionadas». Una ley reciente viene a maquillar, como algunas normas locales que tratan de hacer, pero sin la capacidad suficiente. Salamanca no está entre esas zonas. Igualmente, está sobrepasada en relación con el número de personas que pretenden cubrir sus expectativas de poseer un techo, sea en propiedad o en alquiler. El salto entre la demanda y la oferta, esto es, entre las necesidades y la respuesta que puede ofrecer el mercado no se corresponde. Por si fuera poco, la posibilidad de conseguir un piso en cualquiera de las modalidades no se ajusta a la realidad económica de la clase trabajadora, ni casi de la superior. Qué decir de los jóvenes que desearían independizarse. Incluso, los estudiantes que repueblan cada otoño las orillas del Tormes tienen más problemas para conseguir una simple habitación, llegando a pagar precios desorbitados en comparación con el espacio y el lugar.
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La concatenación de crisis provocó el frenazo en seco de la construcción de vivienda. Reverdecieron, entonces, las reformas como forma de mejorar la situación de las empresas del sector y las condiciones de muchos hogares. El ayuntamiento busca soluciones. Correcto, necesario… y urgente; ese es el gran problema. Ni los primeros pisos en régimen de protección oficial, que no tardarán en entregarse, serán la solución, aunque sí un primer paso; ni los proyectos que ahora se pretendan arrancar, tampoco. Esta no es una cuestión de una ciudad concreta. Como la sanidad o la educación, este asunto tiene que encontrar su solución en leyes generales que sirvan de soporte a las Comunidades, y que pongan orden para que un tribunal no decida qué debe ocurrir con unos pisos llamados turísticos, tomando como referencia que el ayuntamiento ha cambiado de opinión respecto a su uso. Como si el cambio de velocidad en las carreteras o en las propias calles de las ciudades no fueran decisiones que influyen en la vida de los ciudadanos. Ojalá el problema se circunscribiera a medio centenar de pisos. Sin políticas pactadas, y nacionales, no podremos ir a Europa a conseguir las ayudas necesarias. Tendremos que cambiar la idea del enemigo político o nada de lo que hagamos a nivel local o regional ayudará a mejorar la vida de las personas que nos rodean.