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Los políticos deberían lavarse la boca con lejía antes de hablar sobre la corrupción de sus contrarios. La sociedad de la desinformación crea noticias con la misma velocidad que el olvido las aniquila. De eso se aprovechan nuestros próceres. En el debate partidista, no importa tanto decir verdad como martillear con mantras que nos lleven a votar a uno o a otro; todo para que permanezca en su puesto el jefe de la agencia de colocación o para que otro lo reemplace. Los ciudadanos irreflexivos se dejan llevar por el que más berrea, afianzándose el extremismo, que todo lo arruina; quienes sí piensan, se arriesgan a sufrir melancolía, llegando a creer que nada tiene solución.

Cayeron gobiernos de ambos lados por culpa de la corrupción. Más allá de la política, a veces interviene la justicia, pero actúa tarde e hipotecada por estructuras que la oxidan. Vemos riadas de aforados, indultados e incluso amnistiados, creyéndose todos víctimas de una conspiración que los llevó injustamente ante los tribunales. A veces, tienen razón: desde ambas trincheras, se ha desencadenado un fuego cruzado de querellas que los instructores inadmiten por estimarlas carentes de todo fundamento. No sólo maltratan la justicia; también la usan. Nada te turbe, nada te espante. Al final, perro no come perro.

¿Es España un país corrupto? A la vista de cuánto golfo ilustre aparece en los titulares, diríase que sí; o no, si apreciamos que nunca nos hemos visto en la situación de sobornar a un funcionario para que tramite unos papeles o nos perdone una multa. Entonces, en España, ¿sólo hay corrupción en las alturas? De Rey a Rey: «Si yo estuviera en un cargo así, también me aprovecharía de algún negocio. Lo haría cualquier persona que tuviera la oportunidad de ganar dinero negociando con una información, o con una recomendación; eso es natural y todo el mundo lo hace». «Todos», respondió él. «Todo el mundo, mi amor», confirmó ella.

La corrupción de los grandes pasa por las manos de quienes, por desidia, miedo o interés, la encauzan. De poco sirve que se establezcan normas de prevención que no hacen más que acrecentar la burocracia, fastidiando al débil. Grabemos a fuego en nuestras cabezas que, en el marco de un Estado de Derecho, guste o no, nada ni nadie está por encima de la ley; sin subterfugios morales ni excusas personales. Y protejamos a quien denuncie irregularidades. Los funcionarios son dueños de su plaza, pero muchos ciudadanos sirven a la Administración desde un puesto precario, pendientes de cómo se levante su jefe. No, la corrupción no es sólo cosa de los políticos.

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