EL ZOOM

«Esta vida es un engaño»

El turismo funerario también es el del epitafio y la sorpresa de encontrar tu propio nombre en una lápida que no es la tuya

Miércoles, 9 de julio 2025, 05:00

Salamanca se va a subir al carro del turismo de lápida. El Ayuntamiento anunció ayer que combinará tecnología y visitas guiadas para mostrar la historia y el patrimonio que reposa en el San Carlos Borromeo. Pero los recorridos por los camposantos pueden ir mucho más allá del lugar de descanso de personajes ilustres o del valor artístico de los panteones. Pueden arrojar sorpresas y destapar el ingenio que emana de los epitafios. Ayer mismo, entre el mar de cruces del concurridísimo cementerio, nos topamos con una placa que recordaba a un salmantino fallecido en 2019 con solo 45 años. Un claro seguidor de Héroes del Silencio. Tanto que le incluyeron el logo del grupo para que le acompañe en la eternidad.

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Epitafios como el del gran Groucho Marx, «Perdonen que no me levante», están entre los más conocidos por la gran hilaridad y enorme ingenio condensados en una frase tan corta. Pensadores de la talla de Unamuno fueron más profundos al elegir como leyenda para la posteridad: «Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar». Pero no todos los salmantinos están tan dispuestos a dejar de bregar como el pensador y escritor. Fue el caso de una mujer que en un arrebato de sinceridad ordenó inscribir en su lápida: «Estoy aquí en contra de mi voluntad», una frase que se puede encontrar entre los centenares de pasillos del cementerio de la capital que seguro que no se va a incluir en las visitas guiadas. A veces los epitafios se convierten en sentencias de vida. En frases que resumen el sentido del paso por la tierra como la que nos planteamos ponerle a mi abuela, que en paz descanse, pero que nunca nos atrevimos: «Esta vida es un engaño». En sus últimos años siempre lo decía para coronar anécdotas amargas, pero también alegres. Perfectamente podría ser el título de una tragicomedia. Cuando lo decía no podía evitar sentir que no había salida.

Para los menos profundos, un cementerio puede convertirse en un repaso histórico del arte funerario de andar por casa, del que no se estudia en las facultades. De las lápidas de granito artificial tan antiguas que casi están deshechas, a las humildes que se limitan a un marco de piedra con una cruz de lata oxidada que incluye un Cristo o el Sagrado Corazón de Jesús, muy parecidas a las placas que se ponían en las casas hace años para identificarlas como inmuebles asegurados. Por la década de los 80 y hasta bien entrados los 90 se impusieron las piedras oscuras, de líneas rectas con una cruz de latón o unas figuritas de piedra blanca artificial de la Virgen o del propio Jesús. También me parecen muy curiosas las más antiguas que están rodeadas de cadenas, como principal adorno para la vida eterna.

Pocos son los que lo confiesan, pero si hay algo que atrapa son las fotografías. Esos rostros sonrientes, muchos de ellos aprisionados en un marco ovalado en los que el finado se muestra con sus mejores galas. Ropas vintage que nos hablan del militar, del día de la boda, de las bodas de plata o de aquella vez que se renovó el carné y que, sin saberlo, estaba poniendo cara perpetua. Ese ¡ay! que sale después de restar la fecha de la muerte y la del nacimiento se une a la sorpresa de encontrar tu propio nombre inscrito en una lápida que no es la tuya, un momento de vértigo tan fuerte que perfectamente podría ser el inicio de una novela negra. Quizá no sea tan mala idea «subirse al carro» del turismo de lápida. Porque a veces, donde todo termina, también empieza una buena historia.

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