Hasta el odio nos prohíben
Nadie se atrevía a entrar en España sin enseñar previamente el pasaporte, una costumbre y un derecho que ejercían todos los países civilizados
Antonio Civantos
Jueves, 11 de mayo 2023, 06:08
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Antonio Civantos
Jueves, 11 de mayo 2023, 06:08
Recuerdo que cuando era joven uno podía hacer de todo, menos meterse con el Régimen. Ahora que soy viejo no puedo hacer de nada, salvo meterme con el Régimen. No sé si salgo ganando. Por ejemplo, en aquellos tiempos del cuplé, te permitían correr con el «buga» a todo lo que diera el octanaje. Y, como es natural, se podía ir de señoras con la tranquilidad de que no te iban a retratar con un teléfono, como al Tito Berni, ya que los teléfonos solo servían para hablar con la novia siempre que no hubiera demora. Lógicamente, uno podía entrar en casa sin que dentro hubiera una pandilla de delincuentes comiéndose los yogures, en cuyo caso la Guardia Civil se los llevaba al cuartelillo con el fin de explicarles, siempre de muy buenas maneras, que en las casas ajenas sólo se entra con el permiso del dueño. Me refiero, claro, al derecho sacrosanto de la propiedad privada. También se podía ir por la calle y, sin que te denunciaran, decirle a una jai aquello de «pisa fuerte morena que paga el ayuntamiento», con la seguridad añadida de que los ayuntamientos tenían saldo para pagar el desgaste urbano. Naturalmente, una persona podía salir de madrugada a darse un garbeo por cualquier ciudad española sin que ningún subsahariano tratara de venderte un bolso falso de Vuitton. Pero lo mejor de todo es que nadie se atrevía a entrar en España sin enseñar previamente el pasaporte, una costumbre y un derecho que ejercían todos los países civilizados, razón por la cual, nunca, lo que se dice nunca, se divisaban moros en la costa.
Por cierto, había un factor muy importante para la salud mental de una persona. Me refiero al derecho inalienable de poder odiar a pierna suelta. En aquella época, sin que se acabara el mundo, se podía odiar incluso al gobernador provincial. Y, como es de justicia, todos estábamos en el mercado para ser odiados a la recíproca. Pero ahora resulta que el rojerío parlamentario ha prohibido el odio y, al parecer, los jueces te pueden empapelar si lo practicas a corazón abierto. Por Dios Santo, esta gente no tiene límites. Supongo que como ellos nunca han odiado a nadie, ni siquiera a Joaquín Leguina, piensan que los demás somos tan santos como ellos. De ninguna manera. Nosotros, los fachas, somos «odiadores» de nacimiento, y, si nos lo dicta la conciencia, odiamos, pobrecillo, hasta el párroco del pueblo. Desde hace tiempo, entre mis libros de cabecera, además del de Hayek, hay uno que se titula «El placer de odiar», de William Hazlitt. Mucha gente sabe que los fachas no somos tan cultos como los rojos, pero de vez en cuando leemos algún que otro libro siempre que el autor, como es natural, sea un reaccionario que sepa cantar aquello de «el novio de la muerte» y, por supuesto, recite de memoria la historia de la Legión. Claro que, al ser de siglos atrás, Hazlitt no cumple las normas, pero a cambio se le ocurren unas ideas maravillosas. Escribe, por ejemplo: «Se siente un perverso, pero dulce placer gracias al odio, fuente de satisfacción inagotable». Y ahora llegan estos moralistas del demonio y lo prohíben, como si el odio, igual que el amor, fuera un sentimiento que se pudiera reprimir.
Ya sé que, en cualquier momento, la autoridad competente me mandará al talego con todas las de la ley, pues es del todo imposible que yo deje de odiar, por ejemplo, al tribuno Bolaños y demás acosadores de nuestra inquebrantable Isabel. Los odio casi tanto como al genocida cuellicorto del Kremlin, la fuente financiera más generosa de los separatistas y demás traidores de la izquierda española. De manera que si me quieren escribir, ay, Carmela, háganlo al Archipiélago Gulag, sección «Odiadores Compulsivos». Claro que allí, a pesar de Tezanos, sólo estaré hasta Navidad. Ustedes ya me entienden.
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