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Puede que me equivoque, pero de las pocas cosas claras que tengo, en estos momentos de zozobra e incertidumbre, es que la palabra del año 2020 va a empezar por c.

Como posiblemente sabrán, la Fundación del Español Urgente (Fundéu), con el asesoramiento especial de la Real Academia de la Lengua, organiza un sugerente concurso para elegir el vocablo que ha marcado nuestras vidas durante los últimos doce meses. Y así, estos años de atrás hemos aprendido el significado de aporofobia, hemos asimilado términos como “selfi”, “escrache” o “emoji” y hemos criticado situaciones al elegir voces como populismo, refugiado o microplástico.

Pero en esta ocasión, se lo puedo asegurar, la palabra va a tener una c al principio. Fijo.

Podría ser crisis, porque la pandemia y, sobre todo, la ineptitud de quienes nos gobiernan van a dejar nuestra economía hecha unos zorros. Y, aunque todos los indicadores apuntan a que va a ser más profunda que la Gran Recesión que vivimos en 2008 por culpa de la burbuja inmobiliaria y las hipotecas subprime, no creo que alcance el galardón. Si acaso, la dejamos para el año que viene. Al tiempo.

Corrupción tampoco me convence. Hay días en los que pienso que podría ser la palabra de los últimos cuarenta años. Tiene tanta presencia en la actualidad que ha llegado un momento en el que ha perdido su capacidad de sorpresa. Está tan -diríamos- institucionalizada que podemos merendarnos un telediario lleno de comisiones en obras públicas, financiación ilegal de partidos, tarjetas black, escuchas ilegales, evasión de capitales, etc. sin apenas enarcar una ceja. Hay una página web denominada “Casos aislados de una corrupción sistémica”, en la que se han dedicado a reunir todos y cada uno de los asuntos corruptos de España que han salido en los medios de comunicación y en sentencias judiciales. Seguro que falta alguno, pero de momento han calculado que la cantidad robada, defraudada o llámenlo como quieran supera los 124.000 millones de euros.

Confinamiento, desde luego, tiene muchas posibilidades. Quién nos iba a decir, cuando acabábamos de abrir los regalos de Reyes, que el presidente del Gobierno que más ansias había mostrado por vivir en la Moncloa, hasta el punto de pactar con independentistas y filoetarras, en apenas dos meses nos iba a meter a todos en casita durante casi cien interminables días como única solución -fallida, de momento- a una crisis sanitaria sin precedentes. Lo cierto es que sin un comité de expertos conocido, con una actitud de confrontación con algunas comunidades autónomas y de complacencia con otras, y con la descarada mentira por bandera, el Gobierno de Pedro Sánchez afronta la pandemia como un pollo sin cabeza a golpe de confinamientos y ahora toques de queda.

También llevamos todo el año hablando de contagios. A diario los medios de comunicación lanzamos el parte oficial. Más de cien, más de mil, más de un millón. Hasta tres millones dijo el viernes pasado el presidente, en otra de sus alocuciones-mitin-homilía, una cifra ha sido rebatida ya por varios expertos que, amparándose también en datos oficiales y estadísticas, demuestran que podemos superar los 4,7 millones de infectados.

Sería bonito que eligieran términos como cuidados -propuesto por el Consejo de Enfermería de la Comunidad Valenciana-, convivencia, cariño... O que, tirando de ese humor que tanta falta nos hace ahora propusieran el calificativo que define a la perfección los espárragos que pone mi madre en la mesa cada Navidad y, que a este paso, no sé si podré disfrutar este año.

Pero... sí, desgraciadamente, la palabra del año va a ser esa que todos ustedes están pensando, la que martillea su cabeza desde el pasado mes de marzo, esa que he logrado no escribir en este artículo. No sin dificultad, por cierto.

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