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Lo dice el vítor que la Universidad dedicó en el año 2011 a Adolfo Suárez en el claustro de las Escuelas Mayores, con las mismas palabras que después se inscribieron en la lápida de su tumba en la catedral de Ávila: “la concordia fue posible”. Y lo explicó muchas veces Santos Juliá, probablemente el mejor historiador español de su generación, cuya lucidez extraordinaria echamos ya tanto en falta. El elogio de la concordia, de la superación de las diferencias, fue en otro tiempo, hace unos cuarenta años, a la salida del franquismo, parte decisiva del ritual que acompañaba a los debates políticos, hasta convertirse en una especie de bien superior que había que preservar a toda costa. Tanto se repitió la palabra, como otras cuyo uso se generalizó entonces (acuerdo, consenso, reconciliación), que acabó por arrojar a la marginalidad a quienes sostenían aspiraciones diferentes (ruptura, revisión del pasado, justicia retrospectiva) que, aunque fuesen plenamente legítimas, no coincidían con las asumidas por una muy amplia mayoría de la sociedad, deseosa ante todo de emprender un camino nuevo. Existían conflictos, naturalmente, porque no otra cosa cabe esperar de sociedades plurales y complejas, pero actuaba al mismo tiempo la voluntad de superarlos, integrándolos dentro de un marco general de decisiones que debía contener espacios suficientes para todos.

Resulta comprensible la nostalgia de muchos ciudadanos cuando se evocan aquellos tiempos y se comparan con estos otros en los que la moderación cede paso ante la radicalidad y los extremos de todo tipo, en una dinámica que inevitablemente conduce a la aparición de fracturas y a la conversión del adversario en enemigo. Lo hemos comprobado en este largo periodo de parálisis política que, tras vueltas y vueltas, elecciones y más elecciones, nos ha llevado prácticamente al punto de partida en el que nos encontrábamos hace muchos meses, solo que con el pesado bagaje negativo de las ocasiones perdidas y de un ambiente general cada vez más degradado. Ahora vendrá, si viene, la acción de gobierno, que en los términos en los que parece que va a plantearse ilusiona a algunos y preocupa a otros tantos. Pero suceda lo que suceda, nada indica que la vida política española vaya a estar regida en un futuro inmediato por otra dialéctica que la que marca esta lamentable tribalización en la que nos hemos ido sumiendo. Al revés. Como en otros países, probablemente nos espere el recrudecimiento de esa malhadada “guerra cultural” o identitaria que, en ausencia de grandes alternativas a los modelos económicos y sociales vigentes, se ha instalado en el centro del debate político con el objetivo expreso de resaltar lo que separa sobre lo que une.

Pero quizá, como suele suceder, no estemos ante un problema que afecte solo a la situación política, sino ante una cuestión más general, que ha acabado por apoderarse de buena parte del espacio público, hoy cada vez más tóxico y, en consecuencia, más inhóspito para quienes se resisten a aceptar estas reglas del juego (o más bien la ausencia de las mismas). Las batallas descarnadas por el poder, el estás conmigo o estás contra mí, con la coacción consiguiente contra quienes no terminan de definirse, parecen avanzar irremisiblemente frente a las actitudes favorables a tender puentes, al reconocimiento del contrario y a su incorporación. Habrá que recordar que la integración de la pluralidad no solo es moralmente superior a la búsqueda forzada de la unanimidad, sino también mucho más eficaz para el progreso de las sociedades y las instituciones.

La defensa de la concordia no debería confundirse, sin embargo, con una tonta y cómoda reivindicación del buenismo. Exige, por el contrario, salir de la pasividad y la resignación, participar y movilizarse, en los ámbitos que correspondan a cada cual. La reconfiguración de nuestra averiada vida pública no será una tarea fácil, como no lo es nunca nadar contracorriente, por lo que resultará necesario introducir en la tarea buenas dosis de compromiso y valentía. Pero parece que llegan tiempos en los que muchos deberán asumir ese esfuerzo si no queremos que las cosas se nos vayan definitivamente de las manos.

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