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Como una prueba más, por si no hubiera pocas, de la actualidad inagotable del rector por antonomasia de la Universidad de Salamanca, don Miguel de Unamuno, personaje vigoroso y poliédrico, protagonista relevante de la época endiablada de la historia de España que le tocó vivir, acaba de llegar a las desoladas salas de unos cuantos cines españoles “Palabras para un fin del mundo”. El director, Manuel Menchón, ya se había acercado a la figura de Unamuno en un largometraje anterior, “La Isla del Viento”, una producción modesta pero llena de sensibilidad, centrada en los meses del destierro en la isla de Fuerteventura, que tuvo la virtud, entre otras muchas, de colocar por primera vez al gran José Luis Gómez en el papel de don Miguel. Esta nueva producción es otra cosa: un documental que arranca con el final del exilio francés y el apoteósico retorno de Unamuno a Salamanca en febrero de 1930 y que termina con su muerte y funeral, el último día de 1936 y el primero de 1937, diseccionando las claves de su compleja relación con el régimen republicano, que al principio había llegado a encarnar y con el tiempo acabó denostando.

El resultado final, conviene decirlo enseguida, resulta excelente. Menchón ha realizado un enorme esfuerzo documental a la búsqueda de nuevos materiales gráficos y audiovisuales y ha conseguido algo muy difícil: sorprendernos con imágenes, muchas de ellas de Salamanca, apenas vistas o completamente desconocidas, procedentes de mil lugares, a veces muy remotos. Su talento para presentarlas en el mejor lenguaje cinematográfico es, además, indiscutible y tanto por el hilo muy bien trabado de la narración como por algunos hallazgos estéticos (un maravilloso blanco y negro solo roto por el color de las banderas), la película —emparentada a veces con el “Caudillo” de Patino— va a resultarnos a muchos auténticamente inolvidable. Nada puede objetarse tampoco a gran parte del relato histórico que sustenta esa narración, que cobra particular interés al poner en imágenes hallazgos documentales recientes de gran trascendencia, como las cuartillas que el catedrático Ignacio Serrano escribió al terminar el acto del Paraninfo del 12 de octubre de 1936 y que ofrecen —como han indicado los mejores biógrafos de Unamuno, Colette y Jean-Claude Rabaté— la versión probablemente definitiva de lo que allí sucedió; o algún descubrimiento enteramente nuevo, este del propio Menchón, como la noticia de que fue la oposición de la Alemania nazi la verdadera razón de que Unamuno no obtuviera el premio Nobel de Literatura del año 1935.

Los últimos minutos de la película están dedicados a la muerte de don Miguel y es lástima que una parte importante tanto de la promoción de la película como de los comentarios que ha suscitado se reduzcan a esa parte final. Menchón se muestra fascinado por la figura de Bartolomé Aragón Gómez, la última persona que vio a don Miguel con vida, que no fue —contra lo que alguien escribió y otros repitieron— ni un amigo suyo, ni un discípulo, ni menos aún un joven pusilánime y asustado. Este profesor de la Escuela de Comercio llegado a Salamanca a finales de 1935 y convertido en auxiliar de la Facultad de Derecho a comienzos de 1936 era un ferviente falangista que en los meses terribles del verano del 36 había participado como voluntario en acciones de guerra y de represión del enemigo de extraordinaria crueldad, había dirigido el periódico falangista de Huelva “La Provincia” y, en cuanto jefe local de prensa y propaganda, organizado actos escalofriantes, como procesiones con antorchas de inequívoco aroma nazi que terminaban en quemas masivas de libros. La tentación de relacionar a este siniestro personaje con las circunstancias oscuras —estas más conocidas— en las que se produjo la muerte y el funeral de don Miguel resultaba comprensible. El entusiasmo investigador de Manuel Menchón le ha llevado a detectar, además, que existen contradicciones documentales de gran calibre en la certificación de la muerte de don Miguel. Hábilmente, dichas contradicciones se enlazan con el último y muy emocionante testimonio que aparece en la película, el de Miguel de Unamuno Adarraga, que evoca el recuerdo familiar de cómo los falangistas poco menos que secuestraron el cadáver del abuelo para enterrarlo por su cuenta y, sobre todo, apropiarse simbólicamente de él. Más que tocado, el relato oficial sobre la muerte de Unamuno, procedente del aparato de prensa y propaganda del naciente régimen franquista, resulta prácticamente desmantelado. Aunque, por desgracia, no sea posible, quizá no lo sea nunca, fundamentar una interpretación alternativa de lo que realmente sucedió en aquellas horas oscuras de viento, nieve y frío salmantino a las que Menchón nos transporta.

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