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El reconocimiento

Miércoles, 16 de diciembre 2020, 04:00

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En las horas más duras de este año, cuando todavía no alcanzábamos a saber lo nocivo que era el simple hecho de respirar en el exterior de nuestros hogares, fueron los libros, la música, los videojuegos, las películas, las series de televisión, los talismanes que nos ayudaron a afrontar la situación y a sumergirnos en la cura de ese tiempo incierto acompañados de la certeza de las ficciones pendientes. Leer y ver, dos de los grandes placeres de nuestro mundo civilizado, surgieron de entre nuestras paredes domésticas redescubiertas, más vivos que nunca. Por detenerme en algo bueno, el confinamiento ha sido también, a veces, un tiempo de disposición extraño dentro de la jornada diaria, y de plenitud creativa para escritores, músicos y cineastas que esperan la salida de sus creaciones cuando el ambiente sea respirable.

Igual que estamos a la espera del anunciado baby boom de la pandemia en estas semanas, podríamos confiar en la aparición de una oleada imparable de crecimiento personal y cultural detonado por la experiencia extrema de lo vivido, de la reflexión inoculada a toda prisa y en varias dosis que nos aportaría una inmunidad comunitaria de por vida para defendernos de la ignorancia, de la pereza ciudadana.

En este artículo tan próximo a la despedida de un año marcado a fuego en nuestra vida social, laboral, educacional, humana, insisto en las cifras. Si las publicadas sobre la realidad de los jóvenes de nuestro país nos han situado recientemente en una posición incómoda de responsabilidad extrema que no nos gusta nada contemplar, me detengo en estas líneas en el segundo estudio de la economía de la cultura en nuestra Comunidad que realiza la Fundación Jesús Pereda y Comisiones Obreras. Porque el escenario al que llegarán nuevas películas, obras teatrales, actuaciones o libros, no será nada estimulante. Y solo podremos desactivar el conjuro paralizante que nos invade, atravesar las barreras protectoras invisibles que nos separan, con la vuelta a nuestros espacios-refugios culturales, que esperan la interacción ciudadana para la que fueron creados.

Porque cines, teatros, museos, bibliotecas, han continuado abiertos en épocas de desastres y conflictos como símbolos del espíritu humano, como carteles luminosos del pensamiento. Nada ni nadie podía anticipar este desastre, todavía con la herencia en su estructura del impacto duro y demoledor de la crisis de 2008 de la que nunca se recuperó el empleo cultural, con 26.100 trabajadores en 2011 y 23.100 en 2019, en las más de 5.200 dedicadas a la actividad cultural en Castilla y León. A duras penas, se va reactivando la inversión autonómica, que pasó de 138 millones en 2007 a poco más de 64 millones en 2017.

Escribo hoy para reconocer el esfuerzo y la resistencia a la adversidad de quienes nos llevarán de la mano de su talento a los espacios que hoy están tan vacíos como las mesas que esperan europeizar nuestro horario de la cena.

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