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HUBO un tiempo en el que los sindicatos cambiaban gobiernos. Que se lo pregunten a Felipe González, quien comenzó a ver cómo se tambaleaba su sillón en La Moncloa, tras disfrutar de dos mayorías absolutas, a raíz de la huelga que le plantaron las CCOO y la UGT de los míticos Marcelino Camacho y Nicolás Redondo allá por el año 1987. Aquel paro general nos dejó hasta sin señal de televisión en una época en la que todavía no teníamos la infinidad de canales de los que ¿gozamos? actualmente.

Pero aquellos momentos han pasado a la historia. Hace mucho que las calles ya no se tiñen de rojo los Primeros de Mayo. A las manifestaciones con motivo del Día Internacional del Trabajador ahora van “los de siempre”, que es lo peor que te puede ocurrir cuando convocas cualquier acto.

El mercado de trabajo ha cambiado. Nos hemos convertido en un país de servicios y las grandes industrias se han marchado a naciones donde obtienen más beneficios y, sobre todo, menos quebraderos de cabeza. El individualismo que caracteriza a la juventud actual ha desinflado el interés por todo lo que suene a asambleario. Los casos de corrupción en los cursos de formación y los ERE andaluces han abonado este hastío. Y, situaciones tan cercanas a cualquiera de nosotros, como el mal uso de las horas sindicales por parte de algunos representantes de los trabajadores -seguro que conocen más de un caso- han terminado por hundir la afiliación sindical a mínimos históricos.

Sin embargo, todavía tienen un enorme poder heredado de normativas rubricadas en plena Transición y que, cuarenta años después, mantienen artículos que carecen de sentido. En la Administración, se perpetúan puestos de trabajo sin cometido suficiente como para ocupar una jornada laboral. De ahí que en algunos pasillos todavía se vea a algún funcionario leyendo tranquilamente el periódico. La digitalización que tanto ha afectado a la empresa privada y, por ende, a sus trabajadores, ha pasado de largo por muchos empleados públicos que, amparándose en esas caducas normativas y en la fuerza del sindicato de turno, se mantienen en puestos sin función a desarrollar.

Ningún partido político se atreve a poner orden en este desbarajuste. Temen la reacción sindical y piensan en los votos que perderán si se arremangan y se deciden a entrar de lleno en esta fiesta que estamos pagando todos los contribuyentes año tras año.

La influencia de los sindicatos es mayor cuanto menor sea el colectivo que representan. Recordarán el primer estado de alarma, que se vio obligado a decretar Zapatero hace algo más de una década porque los controladores aéreos se negaron a trabajar instigados por su Unión Sindical. El caos aeroportuario que montaron en vísperas del puente de la Constitución hizo que el pobre Bambi los convirtiera de la noche a la mañana en militares -y, por supuesto, supeditados a las leyes penales y disciplinarias castrenses- para que regresaran a sus puestos y se resolviera una desesperada situación.

Ahora, les ha tocado el turno a los maquinistas de Renfe. Pues bien, los tíos han conseguido hasta que la propia compañía recomiende a los usuarios que no utilicen el tren. No es broma. El incumplimiento de los servicios mínimos en la huelga dejó el servicio de Cercanías de las grandes ciudades inutilizable. Es más, el Sindicato de Maquinistas, que preside el salmantino Juan Jesús Fraile, ha logrado también, aunque no estuviera entre sus prioridades, que Renfe prometa devolver las frecuencias de los trenes que comunicaban Salamanca con Madrid, eliminadas por la pandemia, antes del mes de junio del año que viene. Las insistentes reclamaciones de la Junta de Castilla y León, la Diputación y el Ayuntamiento de Salamanca solo causaban hilaridad en el Gobierno. Tuvo que venir un sindicato a arreglar la situación. País de traca.

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