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Marco Polo dictó su Libro de las maravillas del mundo estando preso en la cárcel de Génova. Cervantes escribió buena parte de su Quijote también en prisión. Ambos fueron víctimas de un poder que los aherrojó, pero que de forma indirecta contribuyó a la creación de obras inmortales. Marlowe, en la segunda mitad del siglo XVI, construyó el conjunto de su obra dramática en torno a tres de los poderes que siempre han obsesionado al hombre: el del conocimiento (Fausto), el del dinero (El judío de Malta), y el político (El Gran Tamerlán). En las tragedias de Shakespeare, el poder ha sido estudiado y analizado en miles de artículos y libros. Incluso uno de nuestros próceres, el exministro, expresidente del Congreso y licenciado por Salamanca, Federico Trillo-Figueroa, publicó El poder político en los dramas de Shakespeare, volumen que antes había sido su tesis doctoral (ni copiada ni plagiada en este caso, y no como en otros).

El poder tiene múltiples facetas, muchas de ellas lo suficientemente disfrazadas como para que no seamos conscientes de hasta qué punto estamos encadenados no por grilletes ni cepos, sino por las sedas, muselinas y terciopelos que disimulan los verdaderos poderes en nuestra sociedad. Los hay que están en el ambiente y ojalá lo fueran de verdad, como el de las canas o el de la palabra. Pero estos poderes, por desgracia, no cuentan, porque no agitan las calles, no queman contenedores, no quitan ni ponen gobiernos. El abuso de poder, generador de corruptelas, se esgrimió como justificación para las últimas mociones de censura.

Determinados colectivos como el de inmigrantes, las mujeres (sobre todo en ciertas culturas y/o religiones) y otras minorías marginadas padecen con especial rigor el peso del poder. Existe también el que una cultura ejerce sobre otra, no siempre de manera violenta, sino con mayor o menor grado de sutileza y no por ello menos cruel. Su escenario es el mundo global y está en todas partes, en unas muy evidente, como en el caso de las dictaduras, y en otras más o menos camuflado. Por eso algunos han denominado asimetría globalizada la que, para bochorno de una sociedad supuestamente solidaria, ejercen algunos gobiernos e instituciones públicas.

El poder económico tiene su simbología (In God We Trust); el militar lo vimos en la abundantísima iconografía franquista (paredes incluidas); el religioso es tan antiguo como la propia humanidad y se manifestó en multitud de dogmas, misterios, diatribas, escisiones, inquisiciones y teocracias a sangre y fuego; el político lo entendemos en democracia como la conjunción, a su vez, de los tres poderes básicos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial; y el poder mediático lo experimentamos estos días con el lacrimógeno “caso Rociíto” en horario de máxima audiencia televisiva.

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