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A la puerta de mi supermercado habitual, en Salamanca, hay a menudo un hombre pidiendo. Sonríe a media asta a los apresurados clientes, que entran y salen con las bolsas cargadas de viandas y que muestran diversos grados de indiferencia ante esa realidad que nos inquiere: un pobre. A muchos les incomoda, seguramente, su presencia. Bastante tienen con cargar con sus propios problemas, que no son pocos. Hay quien se sorprende por el hecho de que siga ahí mes tras mes, incluso con este calor, como si la pobreza pudiese tomar vacaciones de verano y marcharse una temporada a Torremolinos. Otros murmuran para sus adentros que haría mejor el hombre acudiendo a una institución de caridad o a los servicios sociales, donde con recursos públicos se atienden los casos de verdadera necesidad. Y algunos otros, los menos, se rascan el bolsillo y dejan una moneda en la lata de soslayo, quizá resolviendo así un asuntillo de conciencia que sería mucho más sencillo si el de este pobre fuera un caso aislado. Pero no lo es.

El séptimo informe ‘El Estado de la pobreza y exclusión social’ publicado en 2018 por la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social cifra en el 30,8% el porcentaje de población que se encuentra en riesgo de pobreza y exclusión social en Salamanca. Una tercera parte de todos nosotros, asegura ese informe, se encuentra en riesgo de pobreza según la tasa europea Arope (por sus siglas en inglés, ‘at risk of poverty and/or exclusión’), un porcentaje que quita el hipo. Resulta humanamente imposible mirar hacia otro lado y no preguntarnos cuál es la respuesta que, como sociedad, hemos de dar al problema. Dejemos a un lado errores de bulto, como la confusión entre justicia e igualdad que inunda buena parte de las propuestas que plantean partidos políticos considerados de izquierda. Viene a mi memoria la divertida anécdota que le leí a Alberto Redondo en el artículo titulado “Las dos caras del socialismo europeo”, una conversación entre el general portugués Otelo Saraiva de Carvalho y el primer ministro de Suecia, Olof Palme. Saraiva de Carvalho le dijo a Palme: “Nuestra revolución va a acabar con todos los ricos”, a lo que Palme contestó: “vaya, nosotros lo que queremos es acabar con los pobres”.

Hay que reconocer que resulta frustrante que la democracia haya resultado, para la pobreza, poco más que un placebo. El 1% de la población del planeta concentra el 82% de la riqueza, un dato más propio de nuestra iconografía del Antiguo Régimen que de las democracias liberales. Por delante de la torpe política, la religión y la filosofía han tratado de aproximarse a la realidad de la pobreza desde muy distintos ángulos. Diógenes la practicó como una forma libérrima de existencia, impresionando de tal manera al pupilo de Aristóteles, cuando se encontraron en Corinto, que el macedonio exclamó, según la leyenda, “si no fuera Alejandro, desearía ser Diógenes”. Marx la enarboló como bandera de la lucha de clases, entendiéndola desde una estrecha óptica materialista hoy superada, ya que la pobreza, al menos en los países desarrollados, es hoy más una cuestión social que puramente económica. El Papa Francisco, por su parte, ha identificado “la injusticia como perversa causa de la pobreza”, dando prioridad a la pobreza sobre cualquier otra realidad que merezca nuestra atención y nuestro esfuerzo.

Pero ninguna de todas estas teorías generales sobre la pobreza ofrece la respuesta personal e intransferible que cada uno de nosotros damos al hecho de que en la puerta del súper haya un pobre. Disculpen la insistencia. La pregunta es qué hago yo, primera persona del singular, cuando me confronto con ese otro, el pobre. Y solamente se halla la respuesta cuando en primera del singular soy capaz de mirar mi propia pobreza y asemejarme a él. Entender que no es tan otro como yo pensaba. Todos sabemos que somos pobres de una u otra forma. Incluso ese 1% que acumula la riqueza, aunque no sea un consuelo el hecho de que los ricos también lloran y solo haya servido para que una telenovela se tomase la revancha. Y solo así, sin juicios, de pobre a pobre, es posible adoptar una actitud que evite la marginación. Desde aquello de lo que carecemos y que es capaz de despertar en nosotros la empatía solidaria. Es ahí donde empieza la auténtica lucha contra la pobreza, que es condición de la dignidad propia no de la del otro, y que nos obliga a romper los esquemas de la meritocracia. Y a partir de ahí, claro que sí, procede exigir medidas políticas. Porque no es de recibo que esos porcentajes de riesgo de pobreza y exclusión social convivan con el despilfarro público al que estamos acostumbrados.

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