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MUY mal lo tienen que haber hecho en Cataluña el Partido Popular y Ciudadanos para cosechar una derrota tan dura como la de este domingo.

Sus votos se los ha llevado un ministro de Sanidad, que es capaz de dejar en la estacada a un país, en plena pandemia, con un reguero de muertos similar a que en Barajas se estrellen tres aviones cargados de pasajeros a diario y durante meses. Piénsenlo.

Y por el otro lado, una gran parte de los sufragios ha ido a parar a un partido de ultraderecha que, a tenor de los resultados, se ha convertido, de la noche a la mañana, en el adalid del constitucionalismo en aquellas tierras obsesionadas con independizarse.

El PP en Cataluña lleva casi una década naufragando. Desde que Alicia Sánchez Camacho se acercara en 2012 a los resultados del PSOE y consiguiera casi medio millón de votos, su gráfica electoral refleja un prolongado descenso, abonado por la actuación de Mariano Rajoy en sus años al frente del Gobierno central. Su candidato en estas últimas elecciones, Alejandro Fernández, ha dejado al partido en ese feo lugar que engloba el epígrafe “Otros” en los gráficos de la televisión. Ni se le ve y, lo que es peor, ni se le espera.

El batacazo de Ciudadanos ha alcanzado proporciones cósmicas. Ha pasado en cuatro años de conseguir 1.100.000 votos a quedarse en 157.000. Y sin casos de corrupción, que suele ser una circunstancia habitual para quitar y poner gobiernos. Los catalanes no han perdonado la fuga de Inés Arrimadas al Congreso de los Diputados. La indiscutible líder, que en 2017 obtuvo casi el mismo respaldo que Pasqual Maragall en su victoria de 1999, dejó huérfanos a sus seguidores y ahora lo pagado con creces. La política, cuya familia salió de la localidad salmantina de Salmoral, está a punto de convertirse en la nueva Rosa Díez, esa mujer que habla tan clarito y tan bien, que ya no le hace caso nadie.

Con este panorama, no me extraña que su compañero de partido el vicepresidente de la Junta de Castilla y León, Francisco Igea -que no tiene un pelo de tonto- piense en “arrimarse” al Partido Popular, como ya dejó caer con su característica sorna hace apenas mes y medio. Viendo el resultado obtenido por Illa en su tierra después de una catastrófica gestión pandémica, ¿se imaginan “el efecto Igea” en nuestra región dentro de un par de años? A mí ya no me sorprendería nada.

Resulta evidente que tras el descalabro electoral, tanto Pablo Casado como Inés Arrimadas tienen que ir al rincón de pensar, ese al que mandamos a los niños cuando han hecho algo mal. Juntos o por separado, da igual. A Ciudadanos lo han rematado en su propio lugar de nacimiento. Lo del PP es más grave todavía. El errático rumbo que ha imprimido Pablo Casado y su equipo apunta a catástrofes mayores si no pone remedio con rapidez. Ya hay movimientos por parte de los barones regionales, que reclaman dimisiones -y con razón- en Génova. El adelantamiento sin freno de Vox en Cataluña -obteniendo más escaños que PP y Cs juntos, que se dice pronto- y su auge a nivel nacional con su duro discurso, no les deja apenas margen de error.

El plan de Iván -el maquiavélico asesor de Pedro Sánchez- le ha salido redondo al presidente. No sé qué hubiera pasado si llegan a obligar a Fernando Simón a decir en una de sus interminables ruedas de prensa: “En Cataluña solo habrá uno o dos votos a Vox”. El chiste no es mío. Aparece en redes en forma de uno de tantos “memes” con los que los españoles sobrevivimos con humor a este desastre político.

Lo cierto es que si querían dividir a la derecha en trocitos, lo han conseguido. Tal es el recochineo con el que se toma Pedro Sánchez a Pablo Casado que es capaz de decir en sede parlamentaria que un tal Abascal tiene más sentido de Estado que el líder popular.

Se imponen cambios en el PP si quiere encabezar de verdad la oposición en este país. Y cuanto antes, mejor. No vaya a ser que cuando quieran darse cuenta sea demasiado tarde y les pille la siguiente ola, no del coronavirus, sino la de los votos.

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