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Hasta ahora se decía que las elecciones generales las ganaba aquel que, además de contar con su votante fiel (el de izquierdas o el de derechas), era capaz de conquistar el centro: los indecisos, los moderados, los reflexivos... O el plan B, sobre todo ahora que es casi imposible ganar por mayoría absoluta: gobierna el que tiene más puertas abiertas y más interlocutores con los que poder pactar.

Los resultados de las elecciones en Castilla y León son inquietantes para todos. Al PSOE no le sale ninguna cuenta. Significativo. El PP también tiene motivos para estar preocupado: trató de destrozar al centro, pero ha dejado más o menos vivo a Igea, mientras que por la derecha la situación se ha enquistado gravemente. Para colmo, todos esos localismos que han contribuido a desinflar al PSOE no parecen posibles aliados para Mañueco. La sensación es de fragilidad.

La campaña de Castilla y León dejaba entrever un problemilla a nivel estructural en Génova 13 y apenas dos semanas después el problemilla ha resultado ser de operación a vida o muerte.

Desde el Congreso Extraordinario de 2018, el PP sigue sin decidir si es un partido de centro-derecha, si prefiere ser un partido claramente de derechas o si quiere encarar la confrontación con Sánchez desde el neo-nacionalismo madrileño que encarna Ayuso.

Feijóo -como le hubiera tocado a Casado- debe decidir desde qué prisma enfoca su oposición al Gobierno y su relación con Vox. Si opta por la moderación, el camino será más lento pero quizás recupere interlocutores como Ortuzar. Si un día se disfraza de Aznar, o directamente baila chotis con Ayuso al son que marque Abascal, puede que gane elecciones pero se condene a no poder gobernar. O peor aún, que el monstruo de Vox sea ya indomesticable.

Desde que en 2011 Rosa Díez consiguiera ‘romper’ el bipartidismo imperfecto -en el que también estaban IU y los nacionalistas- cada nuevo ciclo electoral se ha convertido en un ciclón y que, al igual que los huracanes, tienen su nombre propio. La tormenta del ‘coletas’, que de una tacada se llevó a Izquierda Unida y Rubalcaba por delante. El huracán Albert, que también fulminó la socialdemocracia magenta. Ahora llega la de Abascal y veremos si ha venido para quedarse. Son irrupciones tan virulentas que en 2019, y en solo seis meses, España se acostó con un centro-derecha pujante y se levantó con una extrema derecha rampante.

Si PP y PSOE pretenden gobernar estos ciclones electorales y que no se les desmembre el panorama político con grupos mixtos de cincuenta partidos locales, quizás era el momento de que se sentaran para pactar lo esencial: qué modelo de país quieren para los próximos 20 años, cómo nos relacionamos con Europa y con los paises del Mediterráneo, cómo revisamos la España de las autonomías, etc. En este escenario, el papel de Feijóo y los perfiles que decida impusar a partir del Congreso Extraordinario serán claves para quienes añoran la distensión política y la centralidad.

Quizás a partir de ahí los líderes de ambos partidos puedan aspirar a tener debates políticos tranquilos y campañas electorales de la vieja normalidad.

Los albores de la transición alumbraron acuerdos entre partidos muy diferentes, pero con un denominador común: ganas de democracia. Los inicios del ‘felipismo’ tuvieron como nexo de unión entre partidos su clara apuesta por integrarnos en la UE y convertir a España en un país moderno. Da la sensación de que desde la crisis del 92, y no digamos desde la crisis económica de 2008, a los problemas económicos de este país, España suma otro de profundo calado: nadie nos estimula en torno a la idea de qué tipo de sociedad, de país, y de proyecto común queremos ser.

La imposibilidad de llegar a acuerdos, y los ciclones políticos que asolan cada campaña electoral evidencian que al sistema político español hace tiempo que se le ven las costuras.

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