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La memoria reciente de la ciudad está marcada por algunos personajes de alta relevancia humana y profesional, como Torrente Ballester o Vicente del Bosque. Todos los reconocemos como nuestros.

Pero no hay que olvidar que también hemos sufrido aquí la presencia de tipos nefastos, que dejaron en Salamanca huellas indelebles de brutalidad y rencor.

Viene esto a propósito de la información que ha publicado recientemente la Dirección de los Jesuitas, en la que reconocen abiertamente, que al menos ochenta de sus miembros cometieron abusos sexuales y físicos con algunos de los niños que les encomendaron para su educación.

Al hilo de esta noticia publicaba hace unos días el salmantino Carlos Boyero una columna en El País, donde daba puntuales referencias de situaciones parecidas vividas en el colegio de su infancia en Salamanca, que también fue el mío. Una institución cantera de educación de la clases pudientes de la ciudad, en el paseo de Canalejas, que atesora en su interior la maravillosa iglesia de las Bernardas.

Pues en aquellas aulas destacó a mediados de los años sesenta un cura siniestro y cruel, un pijo madrileño hijo de un notario, al que con estos datos todos los que sufrimos su vesania su crueldad y sus humillaciones identificaremos inmediatamente como El Octavio.

Aquel tipo tenía tal odio y desprecio a los alumnos, de once o doce años, que cuando cometíamos la más leve falta nos obligaba a solicitarle -¡por favor!- un bofetón. Guantazo durísimo que propinaba de inmediato con toda severidad, tan brutal que a más de un escolar le rompió el tímpano .

“Padre, le pido por favor que me abofetee” nos obligaba el sádico a pedirle y tras cumplir con creces la demanda se regodeaba con el llanto del castigado. Dejó El Octavio en aquel colegio tal huella de sus métodos despreciables, de crueldad y sadismo que aún pervive en la memoria de muchos de sus alumnos 55 años después. Cumple certificarlo con el rigor que se merece.

Por eso, cuando me he enterado por el artículo de Boyero de que el siniestro Octavio acabó sus días solo y abandonado, en un paraje polvoriento de la remota África, no he podido evitar media sonrisa de satisfacción.

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