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Por lo general, los científicos se enfrentan con problemas, no con misterios. Los problemas, por principio, pueden resolverse: ningún matemático, físico o lingüista en su sano juicio abordará un problema si sabe que no tiene una solución abordable (excepto si es todavía un aprendiz de científico, vive en Valencia, ha terminado el Bachillerato y se ha examinado allí de matemáticas de la EBAU, claro). Los misterios son otra cosa: no son objetivo primario de la investigación científica porque su explicación es humanamente inviable: requeriría tener en cuenta una enorme e inaccesible constelación de variables y conocimientos.

Pero el componente enigmático de los misterios los convierte en un objetivo de discusión sumamente atractivo. Pondré dos ejemplos. Primero: ojalá pudiéramos explicar ya lo de esa inesperada tormenta de ráfagas rápidas de radio que se han detectado a 3.000 años luz. Segundo: ¿cómo es posible dar cuenta del interés que despiertan en los ciudadanos rasos y en los periodistas las maniobras de nuestros líderes políticos para hacerse con el poder en el Gobierno central, en Navarra, en Castilla y León, en Madrid, en Barcelona o en Cardosilla del Monte? ¿Cuántas variables psicológicas, sociales e ideológicas deberíamos manejar para justificar tan fatal atracción? Eso sí que es un enigma, un profundo misterio. Porque habíamos quedado en que nos tenían hastiados con tanto rimbombo, ¿no? Pues nada, que pones la tele a mediodía y te meten quince minutos para analizar los pactos, ya sean posibles, ya imaginados; o que te vas a internet y lo mismo. Vamos, que no hay manera.

Todo tiene su parte positiva, no obstante. Gracias a Rafa Latorre, que cita a Maquiavelo, me entero de que en las negociaciones suele aplicarse una artimaña denominada ‘del perro loco’: para aflojar al oponente, uno de los negociadores debe aparentar que si las cosas no salen a su gusto es capaz de cualquier cosa, por insensata que sea. ¿Lo hará, no lo hará? ¿Será este dilema parte del misterio?

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