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Poco más de seis metros cuadrados de la vieja ventana del escaparate de Quico “el ferretero” en La Fuente de San Esteban, me valdrían para poder escribir decenas de historias sobre la vida cotidiana y rural salmantina: la más de verdad, la más auténtica, la más sencilla y nuestra. Tras su cristales unas trébedes y un tenderete de ropa; un par de jarras de cristal, varios de calcetines, de botas de agua, de guantes de trabajo...; sosa, sartenes y sábanas de felpa; pijamas, pelapatatas y puntas al peso; cuerdas, cazos, cazuelas y cepos de ratones; fumigadoras, bisagras, jaulas, hilos, bragas, gorras camperas, jabón lagarto, agua de lavanda, balones de fútbol y de todos los equipos...; y para que no falte vianda en tan magnífica provisión, unos puñaditos de alubias, lentejas y garbanzos, como reclamo de esa Armuña galdosiana que, puertas adentro, se ofrece al peso en grandes sacas de lino. Sin echar al descuido los tarros de cominos, de pimentón y las tripas que vienen a colgar en nuestro imaginario embutidos y sabrosas magras de matanza. Sin poder dejar de sorprenderse ante la enorme guillotina que se aparece sobre el mostrador, junto a la resma de papel de estraza; mayormente cuando el acero atraviesa y chasquea la salazón de esa hermosura de bacalao que viene a poner en pie la cocina y los oficios de Cuaresma.

Esta estampa no quiere sino ser un homenaje a todos esos tantos comercios rurales de nuestros pueblos. Esos ultramarinos y tiendas de coloniales que hoy sobreviven al gigante Amazon, gracias al esfuerzo ímprobo de sus propietarios. Sin embargo los galleos institucionales no cesan de entonar quiquiriquíes de réquiem y, a la vida rural, a falta de aleluyas, lo único que le regalan es un toque lento de campanas. La despoblación comienza a ser un asunto político muy rentable para que unos y otros se tiren los trastos. Eso sí, siempre lejos de los pueblos no sea que les pique una garrapata. ¡Qué empeño en vender a toda costa el mundo del campo con lo peor! ¡Cuánta decepción!

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