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Sigo con devoción las crónicas del mercado de ganado de los lunes que firma aquí al lado Susana Magdaleno, admirado de cómo suben, bajan o se quedan quietos los valores de esta bolsa agraria y ganadera en función de criterios que son un enigma para los profanos y que determinan los asistentes a las “mesas”, bautizados como “influencers” o más bien “brokers”. Esos enigmas, que marcan las cotizaciones, pueden estar relacionados con lugares muy remotos (Estados Unidos o China) o estados de ánimo provocados, por ejemplo, por la sequía, la ausencia de Gobierno o quizá una mala noche. O buena. Pero igual es otra cosa. No lo sé. Pero el lunes llamó mucho la atención la cotización del garbanzo, que se estrenaba en la Lonja. Acostumbrados a los potentes nombres de Íbex 35, desde la Iberdrola de Ignacio Sánchez Galán, al Inditex de Amancio Ortega, ver al garbanzo pedrosillano sometido a los vaivenes bursátiles de los lunes al sol salmantino produce una extraña sensación. El caso es que la tonelada de garbanzo –una cantidad así de garbanzos no encaja en mis dimensiones culinarias—cotizó a 525 euros. ¡Hala!, exclamé y volví a exclamar cuando comprobé la elevada cifra comparándola con otras, pero resulta que es baja, casi ridícula. Una cifra que coloca el kilo de garbanzos en 1,9 euros a precio de mercado de lunes mientras en el “súper” cotiza entre los 2 y los cuatro euros en los lineales, según la calidad, la marca y el día, supongo.

No hace falta decir que el garbanzo hoy no es lo que era. Los chavales de ahora apenas tienen relación con él y hasta piensan que es cosa de otros tiempos, qué sé yo, de cuando en casa se ponía cocido o potaje en la mesa, algo del siglo pasado. Entre ambos guisos estaban los garbanzos con espinacas citados por Marta Sánchez Marcos en su “Almanaque” de cocina tradicional salmantina o los garbanzos con pimientos o arroz de Elisa Núñez, cuya receta está en su libro de cocina salmantina. En verano encaja de maravilla la ensalada de garbanzos y los más “hípsters” ven el cielo con el hummus o humus que es una crema de garbanzos. Pero lo normal es asociar los garbanzos al segundo vuelco del cocido y al cuaresmal potaje, al menos para la gente de mi generación.

El garbanzo ha sido el combustible nacional durante siglos, quizá desde que los cartagineses lo trajeron a España. Es posible que el garbanzo entrase por la Puerta del Río cuando Aníbal tomó Salamanca en aquel episodio en el que las salmantinas fueron –una vez más—bastante más listas que los salmantinos, como es muy posible que lo de “garbanzo negro” estuviese dedicado a un político de entonces. El garbanzo alimentaba a la clase agraria y obrera –con permiso del calderillo—, y hasta a algún intelectual como Benito Pérez Galdós, al que sus contemporáneos llamaban don Benito “Garbancero”, pero fue también pan nuestro de cada día en pensiones, casas de comida y pupilajes de estudiantes, porque era barato y abundante. Pascual Madoz, cuando en 1848 hizo el inventario de la riqueza nacional ya dejó en evidencia que éramos una provincia garbancera, al menos cuando el tiempo lo permitía, cosa que no ocurre y de ahí la escasez de lenteja y garbanzo. Una situación muy triste. El garbanzo merece más cariño, que Helio Flores, pregonero ayer en Peñaranda, lo acoja en su talentoso regazo de cocinero imaginativo, o que Maribel Andrés Llamero, musa de la Castilla vacía y vaciada, haga lo propio en sus seductores poemarios.

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