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Va a ser verdad el dicho de que Dios aprieta pero no ahoga. El año que agoniza trajo incertidumbre y desasosiego al corazón de los salmantinos, pero no todo fue malo, porque por primera vez tocó el Gordo, y nada menos que cien millones de euros, más de 16.000 millones de las antiguas pesetas. Una bendición tras doce largos meses de penalidades, casi todas provocadas por la insensatez, la ambición y la villanía de nuestros políticos.

Si hablamos de 2019 hablamos del año en que la unidad de la nación estuvo en grave peligro, y el peligro para la unidad continúa. Basta con recordar que el futuro inmediato de España está en manos de quienes trabajan para destruir España. Y con eso está todo dicho.

Ha sido el año más convulso en la historia de nuestro país desde la instauración de la democracia. El golpe de Estado de Tejero puede considerarse casi una broma en comparación con la sublevación de las autoridades catalanas, que se había fraguado en los cinco años anteriores pero que a lo largo de 2019 ha ido creciendo hasta situarse más cerca que nunca de alcanzar sus insidiosos objetivos: dividir a los españoles y llevarnos a todos a la ruina.

Lo que hace diferente este ejercicio de los anteriores es que, por primera vez en la historia, el secesionismo catalán cuenta en Madrid con un presidente del Gobierno dispuesto a poner la dignidad del Estado a sus pies a cambio de los votos para poder seguir calentando colchón en la Moncloa. Todos los anteriores presidentes de la democracia habían cerrado los ojos ante los abusos de los nacionalistas y les habían otorgado concesiones en forma de competencias y financiación, pero lo de Pedro Sánchez supone una categoría diferente, porque solo el Doctor No ha demostrado su intención de ceder a todas y cada una de las pretensiones de los golpistas. Solo Sánchez está dispuesto a negociar el futuro de Cataluña en un diálogo con la Generalidad ‘de tú a tú’, de gobierno a gobierno; solo Sánchez asume el núcleo del mensaje secesionista sobre la existencia de un “problema político que debe resolverse a nivel político”; solo el PSOE de Sánchez se atreve a afirmar que España es una “nación de naciones” (Zapatero llegó a decir que el concepto de nación era algo discutido y discutible, pero ni siquiera el insensato vallisoletano-leonés cometió la bellaquería de llegar tan lejos como PS); solo Sánchez y sus negociadores han aceptado hablar de un referéndum “legal” sobre Cataluña (lo que supone de hecho concederles el derecho de autodeterminación); y solo el Doctor Sánchez ha mostrado su disposición a liberar a los rebeldes condenados por sedición y malversación, prostituyendo para ello instituciones como la Abogacía del Estado.

El autor material de este crimen de lesa patria cuya ejecución está todavía en marcha no es otro que Pedro Sánchez, pero un solo personaje, por muy fuerte que sea su ambición y muy baja que sea su altura moral, no puede perpetrar semejante desastre sin ayuda. A su lado conviven decenas de altos cargos socialistas y algunos prestigiosos “ex” del partido que no han tenido la honestidad y la decencia de pararle los pies, como sí hicieron en octubre de 2016. Y enfrente ha tenido a dos dirigentes de la oposición que no han estado a la altura de las circunstancias: ni Albert Rivera, cuyo ‘no es no’ a Sánchez le ha costado la carrera política, ni Pablo Casado, que no ha sabido poner los intereses de España por encima de los suyos y los del PP. Ambos debieron entender que la gravísima coyuntura por la que atraviesa España exigía el sacrificio de proponer una alianza constitucionalista, en cualquiera de sus variantes, para evitar que este insensato se arroje en brazos de los que quieren romper España.

También hay que reconocer que 7,5 millones de españoles votaron al PSOE en abril y otros 6,7 en noviembre, otorgándole a Sánchez la victoria. Es verdad que siempre dijo que no haría lo que ahora está dispuesto a hacer, pero ¿de verdad alguien le creyó?

En estas manos hemos depositado nuestro destino y así nos va.

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