¿Dónde estábais entonces?
Martes, 13 de julio 2021, 05:00
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Creo que todos los de mi quinta recuerdan dónde estaban el día que mataron a John Lennon o el día en el que Tejero allanó las Cortes; otro tanto les ocurría a nuestros abuelos, que no olvidaban dónde estaban el día en el que empezó la Guerra Civil; o a nuestros padres, que les pasa lo mismo con la llegada del hombre a la luna o la muerte de Franco. Cuando la suma de los días vividos empieza a ser una cifra de cinco dígitos, estos calendarios sentimentales ayudan a recordar, incluso a los que presumimos de tener memoria de elefante.
Cuando escribo estas líneas, se acerca una de estas fechas que ojalá nunca hubiéramos tenido que recordar. El 13 de julio de 1997 asesinaron a Miguel Ángel Blanco, al que ETA había secuestrado tres días antes intentando chantajear al gobierno español de la forma más burda posible: amenazando con matar al rehén. La pobre víctima era un chaval de veintinueve años, hijo de emigrantes, que se había pagado su carrera trabajando de albañil y que había cometido el crimen de lesa majestad ante los mafiosos de afiliarse al PP y ser elegido concejal de su pueblo. Ese día ETA mostró al mundo que era una organización de delincuentes redomados, sin más aspiración política que la de sembrar miedo y recoger muerte; en España ya lo sabíamos, pero desde entonces, se enteraron también en Europa.
En esos días yo andaba cambiándome de casa por enésima vez; era un verano lluvioso y frío como eran todos los veranos de Bruselas antes del cambio climático. Mis padres (como buenos padres profesionales) estaban en la ciudad echándonos una mano y como todos, seguían el asunto cada día por la prensa, asombrados de que incluso a tantos kilómetros llegaran los ecos de la ignominia y de que, en esas instituciones europeas a las que frecuentemente se acusa de vivir alejadas de los ciudadanos, no se hablara de otra cosa. Hubo declaraciones del presidente de la Comisión y del Parlamento europeo, y el secretario general de la OTAN, que no era otro que Javier Solana, movilizó a los medios de comunicación todo lo que pudo, saliendo él mismo de su cuartel general y desplazándose hasta el barrio donde cada uno de esos tres días, junto a cientos de funcionarios comunitarios, y no solo españoles, pedíamos en silencio y detrás de una sola pancarta la libertad para Miguel Ángel. Los españoles recibíamos agradecidos las muestras de solidaridad de nuestros colegas extranjeros, hasta ese momento, relativamente abducidos por el proceso político vasco cuya propaganda les hacía sobre el estado de derecho español.
A Miguel Ángel lo asesinaron vilmente (¿hay otra manera?) y el domingo 13, a pesar de que nadie pisa aquel barrio cuando no hay que ir a la oficina, de nuevo acudimos todos a colocarnos detrás de la pancarta en compañía de amigos y conocidos de otros países, tan europeos como nosotros y tan firmemente convencidos de que aquello de político ya no tenía nada, y tenía mucho de criminal. Mi padre me acompañó hasta allí, sorprendido de ver a tanto extranjero dándonos el pésame y llorando la misma pena que llorábamos nosotros; todos ciudadanos de países donde no se tortura ni se secuestra, y donde todo el mundo tiene derecho a un juicio justo. Eso era y quisiéramos que siga siendo Europa.
Al comenzar la semana y hasta el día del entierro, en todas las instituciones comunitarias se dejaron las banderas a media asta y en todas las reuniones se guardó un minuto de silencio al comenzar. En los muchos años que llevo actuando entre esas bambalinas jamás he visto semejante ola de solidaridad hasta los atentados a los humoristas de “Charlie Hebdo” en el 2015. Y vuelvo a escribir sobre todo ello porque hubo un tiempo en el que los europeos estábamos seguros de nuestros aliados, y convencidos de que en nuestros territorios nadie podía matar por capricho y menos por pertenecer a un partido político, aunque ETA había pasado años intentando convencer a nuestros socios de lo contrario.
El tiempo a veces todo lo cura, pero también todo lo diluye. Veinticuatro años han pasado y el espíritu de Ermua no sabemos dónde ha ido a parar, ni tampoco el europeo, que parece que ya es solamente una cosa de cincuentones nostálgicos. No sé dónde estaban ustedes entonces, pero yo sí lo sé: del lado de la libertad entendida como algo más que el derecho a ponerse o quitarse una máscara o a circular de una provincia a otra. A Miguel Ángel lo mataron por creer en la libertad de vivir en una tierra que él consideraba suya y que, de hecho, lo era.
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