Djokovic y sus arlequines
Lunes, 17 de enero 2022, 04:00
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La guerra que durante los últimos días han mantenido el tenista Novak Djokovic y el Gobierno de Australia es, además de un burdo esperpento, un buen ejemplo de la dicotomía entre democracia y modernidad y el espíritu troglodita que últimamente puebla una parte de nuestra sociedad. Resulta bastante penoso que, un personaje que cuenta entre sus amigos con un militar que participó en el genocidio de Srebrenica, venga ahora a abanderar una supuesta lucha por la libertad y de los derechos humanos. Permítanme que me ría a carcajadas. Y lo hace jaleado por individuos que se mueven entre el nazismo, el conservadurismo más extremo y, en algunos casos, el comunismo.
En España ha encontrado, por ejemplo, el aplauso de algunos dirigentes de Vox. No consigo entender cómo este partido permite que en sus filas empiece a calar la diatriba antivacunas. Algo que, por cierto, ha ocurrido de la noche a la mañana y con un argumentario más débil que un castillo de naipes. Me pregunto qué pensará el doctor José Luis Steegmann, diputado nacional de la formación de Abascal y defensor a ultranza de la ciencia. No creo que se encuentre cómodo con este virus que sin ningún razonamiento lógico ha anidado en su partido. Una cosa fue arremeter en su día contra algunas restricciones que se vieron ineficaces e injustas porque además vulneraban la Constitución y otra bien distinta cuestionar los avances científicos. Y lo hacen asentados en una supuesta luchar en favor de las libertades. Esas que niegan a las mujeres que quieren abortar y a las personas del mismo sexo que desean contraer matrimonio o formar una familia como les dé la real gana. Curioso cuanto menos.
Djokovic ha perdido una batalla que estaba condenado a perder. Australia no es un país bananero (la organización del Open sí lo es) en el que hoy valga una cosa y mañana, la contraria. La nación oceánica es uno de los ejemplos más brillantes de los valores democráticos. Pero también lo es de respeto a las minorías, de multiculturalismo y de unas normas de convivencia que más quisiéramos tener en algunas partes de la vieja Europa. Por eso cualquiera persona sensata que cree en esos principios que garantizan el progreso y el bienestar tendría claro en qué bando se quiere alinear. Australia tiene sus normas para acceder al país y, una de ellas, es portar el certificado de vacunación. No es una medida que atente contra los derechos humanos como sí lo sería prohibir la entrada a las personas de color, a los hombres o a los que profesan el budismo (comparaciones que he escuchado estos días). Simplemente establece un filtro para salvaguardar la vida y la salud. Recordemos que Australia ha confinado grandes ciudades como Sídney por la aparición de un puñado de casos. Días interminables en los que miles de trabajadores no han podido desempeñar su labor. Miles de millones de dólares australianos en pérdidas. El sufrimiento de todos aquellos que no podían salir ni a la puerta de sus casas. Todo para que venga ahora un déspota que sueña con la Gran Serbia jaleado por un puñado de pirados a decir que su analfabeta teoría antivacunas puede más que toda una nación. Váyase usted a esparragar. Nadie, ni tan siquiera el número uno de la ATP, puede comprometer la seguridad de un país moderno y ejemplar por su capricho de no pincharse y basándose en mentiras sobre las fechas en las que pasó la enfermedad. Djokovic ha perdido porque es un farsante y un radical de taberna.
El problema es que su supuesta cruzada ha envalentonado a un colectivo que parece no callarse y desafía a la ciencia sin haber pisado un laboratorio ni en el Bachillerato. Basándose en argumentos tan débiles como el papel de fumar que han leído en un post de Facebook o en el Twitter de Hermann Tertsch, se atreven a pontificar como si fueran un premio Nobel. Dios nos libre de estos arlequines por la buena marcha del negocio.
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