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Del cálamo a la pantalla

Domingo, 13 de septiembre 2020, 05:00

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Como todo el mundo, por necesidad, por obligación y hasta por supervivencia, soy usuario de las tecnologías de la información y la comunicación. Sin embargo, procuro no caer en las dependencias, servidumbres y fanatismos que veo a mi alrededor. El obligado confinamiento por causa del maldito virus hace unos meses hizo que el uso de los recursos digitales y las nuevas tecnologías que surcan los espacios cibernéticos se incrementara considerablemente. Estábamos pendientes de nuestros familiares y amigos, y nos comunicábamos con ellos a golpe de tecla, ya fuera en el teléfono inteligente o en el ordenador, más inteligente si cabe. Sus pantallas obran milagros, transmiten informaciones y afectos, y nos entretienen. Además, las distintas plataformas nos permitían seguir en contacto con nuestros estudiantes para facilitarles información, materiales de trabajo e incluso docencia virtual. El aula, imprescindible en circunstancias normales, tuvo que ser reemplazada por los más novedosos elementos tecnológicos con el auxilio de los servicios informáticos.

Las nuevas generaciones se han criado con un chupete en forma de teléfono móvil en la boca y un ordenador de peluche en la cuna. Es su mundo, y lo asumen con la misma naturalidad que en mi época escolar asumimos el bolígrafo que, por cierto, no nos dejaban usar para determinado tipo de escrituras. Para la caligrafía, por ejemplo. Los más veteranos recordarán aquellos cuadernos apaisados de hojas pautadas que incluían diversos modelos de letras para reproducir: góticas, cursivas, redondillas... Y para cada circunstancia, un plumín especial ensartado en el palillero. Y el frasquito de tinta china o, en su caso, el tintero de blanca porcelana en el hueco del pupitre.

Ahora, muchas décadas después, me siento incómodo participando en esa alocada carrera por estar a la última. Me quedo con lo justito para ir tirando. Estar al tanto de los ultimísimos programas y no entender su manejo me frustra, me deprime y me hace perder un tiempo del que no dispongo. En mi calidad de usuario de a pie, me cuesta asimilar tanto revoltijo tecnológico al que trato de adaptarme a trompicones, saliendo airoso, eso sí, a base de bracear boqueante en las procelosas aguas de los entornos digitales más punteros, entornos que a duras penas atisbo, aturdido por el bravío oleaje.

Los exámenes escritos de mis estudiantes universitarios son la mejor prueba de que nadie les enseñó a escribir bien. Escasos son los textos que exhiben una letra clara y entendible. “Es que yo solamente uso el ordenador”, dicen a modo de disculpa. Es verdad. Ahora recuerdo con nostalgia los días en los que los chavales íbamos a comprar los plumines de caligrafía a la “Librería Escolar”, sin saber que palillero y cálamo eran lo mismo.

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