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Hoy amanecemos en un mundo desconocido y hostil. No solamente está en peligro nuestra salud y la de nuestros seres queridos, bajo una indescifrable e inesperada amenaza que evidencia una vulnerabilidad quizá inconscientemente olvidada. No solamente tenemos motivos para temer por nuestro empleo, enfrentados a una nueva crisis que volverá a rasgar con sus zarpas esos atisbos de recuperación económica que, quizá inconscientemente, quisimos creer. Además hoy despertamos sin derechos fundamentales que nuestra sociedad tardó siglos en apuntalar como irrenunciables. Hoy no tenemos libertad de reunión, no disfrutamos de libertad de movimientos. Nuestro parlamento funciona bajo restricciones e incluso las elecciones democráticas, algo que considerábamos tan natural como el respirar de nuestra sociedad libre, son hoy puestas en tela de juicio sanitario. Surge entre nosotros una reacción agresiva hacia el otro, el posible foco de contagio, el de ojos rasgados o el de acento italiano en España, como el que viene de Madrid en Berlín. El que estornuda o el que llega a su segunda residencia, el que lleva mascarilla y el que no la lleva. Cualquier excusa parece buena para liberar nuestros peores instintos racistas. Y acuerdos surgidos de las duras lecciones que aprendimos tras dos crueles guerras mundiales, como el Tratado Schengen, están cayendo como castillos de naipes. En las últimas horas Polonia, Dinamarca, Austria, República Checa e incluso Alemania están cerrando sus fronteras a ciudadanos comunitarios. Y todo esto está sucediendo sin que nadie nos consulte, sin otra legitimidad que la urgencia por salvar vidas.

Quizá estemos abandonando por momentos la racionalidad a causa del miedo, o quizá porque su más poderosa deidad, la ciencia, nos ha abandonado a nosotros. Hemos sido capaces de llegar a la Luna, llevamos el conocimiento mundial en el bolsillo, conectados a la globalidad de Internet, pero no hemos sido capaces de predecir esta pandemia y, lo que es peor, no somos capaces de idear una vacuna y tampoco una terapia. Es más, hay poderes interesados en hacerse en exclusiva con el derecho de la vacuna para cobrarle al resto del mundo por ella, para asegurarse la desalmada decisión de a quién venderle y a quién no el ansiado fármaco, por el deseo, quizá inconsciente, de erigirse en dios por encima de la vida y de la muerte, de gobiernos y países. Lo publicaban ayer periódicos alemanes, que daban cuenta de las negociaciones de Donald Trump con los laboratorios alemanes CureVac de Tubingen, para hacerse con los derechos de su investigación.

Pero incluso ante este oscuro panorama, quizá inconscientemente a causa del peligro, estamos también desempolvando esa solidaridad que a menudo queda oculta por nuestros conflictos y refriegas. He visto a ciudadanos de toda España aplaudir al unísono en vídeos que circulan por las redes sociales con más fuerza incluso que las noticias falsas. He visto a presidentes autonómicos de todos los colores cerrar filas con el gobierno de Madrid, que actúa respaldado también por la oposición. He visto a vecinos que se ofrecen a abastecer a personas mayores a las que la situación supera en su día a día y a autónomos que echan el cierre sin siquiera estar convencidos de que este parón económico no termine agravando la crisis todavía más, solo por el mero hecho de demostrar su compromiso con el proyecto colectivo de terminar con el virus. Como si solo nos hubiese faltado en los últimos años, en las últimas décadas, quizá en los últimos siglos, un enemigo común. Como si en el fondo no hubiéramos olvidado nunca el significado de la palabra unidad, del concepto de la interdependencia, sino que solamente hubiésemos dejado que se oxidasen, expuestos a las inclemencias de los intereses partidistas.

Todavía no se puede cantar victoria, ni mucho menos. Las cifras que hoy se actualicen van a sumirnos en una sensación angustiosa de fragilidad. Pero miremos a esos brotes de país que responde unido ante la adversidad y continuemos luchando, cada uno en la medida de nuestras posibilidades, contra el feroz ataque del virus y de todos los secuaces que pretenden sacar tajada de la desgracia. Desde la más antigua mitología sabemos que, para crear un héroe, lo primero que se necesita es un monstruo.

Pues bien, el monstruo está ya entre nosotros. Tras la victoria llegará el momento de llorar por los perdidos y de pedir cuentas a los gestores, pero por el momento podemos mantener la esperanza y confiar en que el héroe sea esta vez una sociedad comprometida, disciplinada y solidaria. Un país en el que los ciudadanos dejaron de mirarse el ombligo para preguntarse qué podían hacer por los suyos, sabedores, quizá inconscientemente, de que tienen un futuro en común.

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