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Ya no hay ninguna duda. La primera quincena de enero de 2021, la que siempre recordaremos como la del esperpéntico y gravísimo asalto al Parlamento de los Estados Unidos y la de la gran borrasca “Filomena”, será también la del inicio en España de la tercera ola de la pandemia que, por lo que se ve, casi un año después de que irrumpiera entre nosotros, sigue fresca y lozana. Para mayor desolación, entre la segunda y la tercera ola apenas han pasado unas pocas semanas de alivio, mientras que entre la primera y la segunda tuvimos, quizá, un par de meses, los del inicio del verano, en los que creímos ingenuamente que la vida con el coronavirus iba a ser mucho más soportable de lo que realmente podía serlo. Pero no, aquel desgraciado invento de la nueva normalidad debía ser esto: un permanente vaivén de datos y de curvas, en el que no dejan de acumularse las desgracias y estas se suceden cada vez con más rapidez.

¿Quién tiene la responsabilidad de lo que pasa? Aquí hay explicaciones para todos los gustos, aunque simplificando mucho dichas explicaciones podrían resumirse en dos. La primera carga la culpa principal en la irresponsable actitud de una pequeña parte, minoritaria pero no insignificante, de los ciudadanos, inasequibles a los múltiples mensajes de prudencia que reciben, insensibles al dolor ajeno, incapaces de renunciar ni a una mínima fracción de su alegre sociabilidad, cuando no enloquecidos por descabellados mensajes negacionistas sobre la gravedad de la pandemia o la eficacia de las vacunas. Algo de esto existe, por supuesto. No hay que descartar, como escribía el otro día Juan Mari Montes en este mismo periódico, tomando el argumento de un célebre profesor de Stanford, que el problema resida en los gilipollas (“assholes”), en su cantidad y en su calidad, en el hecho de que nunca se ha visto a tantos ni tan descontrolados, ni aquí ni en ninguna parte.

Pero como uno sigue creyendo que para frenar la estupidez o la ausencia de virtud de algunos individuos, la humanidad se ha ido dotando de instrumentos y que estos instrumentos deben ser salvaguardados en su buen funcionamiento, yo prefiero prestar atención a las responsabilidades institucionales en el desastre, las contraídas por aquellos que tienen en sus manos el privilegio de gobernarnos. Y el panorama a este respecto no es muy alentador. Ya está todo dicho sobre la estrategia seguida contra la pandemia para las navidades y el fin de año: unas recomendaciones generales, manifiestamente insuficientes, que las comunidades autónomas podían desarrollar a su gusto. Y como nuestras comunidades autónomas son diecisiete, hubo al menos diecisiete gustos (más, imagino, los de las dos ciudades autónomas): es decir, diecisiete grupos de medidas diferentes contra el mismo virus. Ya saben: un toque de queda con distintos horarios, una movilidad especial pero también distinta en las fechas más señaladas, un máximo diferente de comensales en comidas y cenas familiares o en la hostelería... Todo un enjambre de normas imposibles de retener, pero que pese a su diversidad nos han conducido a unas expectativas similares en toda España.

El último de los despropósitos se ha planteado en el inicio de la vacunación contra el coronavirus. No podíamos retrasarnos, una vez que el proceso estaba en marcha en otros países. Se había dicho que arrancaríamos en enero, pero algún experto en comunicación debió pensar que era mejor que empezásemos en 2020, para no ser menos europeos que nadie y para no perder la baza de comenzar a vacunar el mismo año del inicio de la pandemia. Incluso, dejando a las claras que íbamos a por todas, mejor aún comenzar en domingo: ni domingos ni fiestas de guardar, lo primero es lo primero... Pero pasó una semana desde el domingo 27, la de la nochevieja y el año nuevo, y aparecieron los primeros datos sobre cómo iba el proceso. En algunas comunidades autónomas se habían tomado las cosas en serio y habían cumplido sus planes casi al completo. Otras, en cambio, apenas habían vacunado más que a los ancianos o al personal sanitario que aparecieron en las fotos, porque el personal se había ido de vacaciones o porque consideraron que mejor esperar ante la posibilidad de que hubiera problemas de suministro.

Los excesos de la propaganda y la búsqueda de la confusión como medio de diluir responsabilidades nunca salen gratis a las sociedades y las instituciones que toleran que arraiguen en ellas esos comportamientos. Mucho más en una crisis como esta, que exigiría claridad, determinación y firmeza, requisitos indispensables para generar confianza en los ciudadanos y demandar comportamientos responsables. Pero qué le vamos a hacer. Tenemos lo que tenemos y ante la empinada cuesta de enero que se nos presenta, tanto en general como en nuestra provincia en particular, solo cabe depositar nuestra confianza en el compromiso de cada uno. Dediquemos ahora nuestros esfuerzos a esta tarea, a contribuir al bien general con nuestra modesta aportación individual, que será el camino que nos permita superar esta situación dentro de unos meses. Lo otro, la rendición de cuentas, no será fácil que llegue, porque quien más y quien menos tratará de escurrir el bulto. Pero también llegará, tendría que llegar.

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