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De hoy en seis días ya no será necesario ponerse la mascarilla mientras se hace cola para comprar el pan, ni las peluqueras tendrán que pelearse con la gomita detrás de la oreja para perfilarte las patillas. Si al Real Madrid no se le gasta la épica de tanto usarla, se podrá celebrar alguna remontada más y hacerlo a grito pelado, con la boca descubierta y en un bar lleno de hinchas.

Los feos de la oficina volveremos a nuestra cruda realidad y en las discotecas se recuperará la molesta costumbre de vociferar a un centímetro de alguna oreja para intentar expresarse en medio de la música, aunque creo que esto último nunca se dejó de hacer.

El próximo miércoles dejaremos de utilizar las mascarillas en cualquier espacio interior, salvo en tres excepciones: medios de transporte, centros sanitarios y centros sociosanitarios. A servidor, que se ha ganado cierta fama de ‘asustaviejas’ por prestarle demasiada atención a las curvas de incidencia acumulada, le da un poco de respeto el panorama de la próxima semana, aunque me quedo más tranquilo porque hasta los psicólogos han afirmado que es lógica la sensación de sentirse desprotegido después de dos años de restricciones e imposiciones. No soy tan raro.

De las más claras certezas que nos ha dejado este raro virus en los dos últimos años es que la mascarilla es una de las claves para contener la pandemia y que la falta de ventilación es la cruz de la moneda. No hace falta trabajar en el Monte Sinaí para saber que juntar a mucha gente sin mascarilla en un espacio cerrado va a hacer que aumenten los contagios. Eso lo saben todos y cada uno de los miembros que han aprobado esta medida en el Consejo Interterritorial de Salud. Aún así han tirado hacia delante porque damos por hecho que nos infectaremos y reinfectaremos, pero también confiamos en que no nos pasará nada... a la mayoría.

El consejero de Salud andaluz se ha desmarcado del resto afirmando que “es precipitado” quitar las mascarillas en este momento y que, además, puede generar una “falsa sensación de seguridad”. Lo podía haber pensado un poco antes, como cuando dio el visto bueno al nuevo semáforo de indicadores de riesgo que ya solo contabiliza los contagios entre personas mayores de 60 años. Eso sí que es fabricar una falsa sensación de seguridad.

Entiendo la idea de prestar más atención a los casos graves en lugar de asustarse diariamente por cientos de contagios que en realidad son asintomáticos o con apenas un poquito de mocos, pero hay indicadores que no se deberían eliminar, aunque no se les haga caso y queden para ‘consumo’ privado.

Dejar de contabilizar todos los contagios nos impide conocer la letalidad de la enfermedad. Hasta ahora sabíamos qué porcentaje de las personas contagiadas terminaba perdiendo la vida y eso nos permitía enviar mensajes a la población: Del “no se preocupen, que no es peor que una gripe” al “tengan cuidado que el virus se está volviendo más peligroso”. Esto ya no podemos hacerlo, porque no sabemos cuántas personas se han contagiado. Solo contabilizamos a las que tienen más de 60 años y así ya no hay estadística que valga.

También se pierde la serie histórica de la incidencia acumulada. La echarán en falta los epidemiólogos e investigadores que quieran analizar la evolución del comportamiento del virus en función de las variantes que surgen y del grado de vacunación. Esa estadística tan valiosa se ha perdido. Desde marzo de 2022 la curva de la incidencia acumulada no tiene nada que ver con la de los últimos dos años, aunque lo cierto es que esta serie ya había perdido su esencia desde el momento en que aparecieron en escena los test de autodiagnóstico y se contabilizaron como válidos sin necesidad de un test oficial que lo verifique.

Cuando se va cuesta abajo lo recomendable es aprovechar la inercia y no obcecarse en pedalear mucho más, porque al primer bache que pilles se te sale la cadena.

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