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Como lluvia de maná, así caen las promesas en tiempo de elecciones. No hay mañana en la que los políticos no nos seduzcan con algún apetitoso bocado para apañar nuestro voto y voluntad hacia las siglas de su partido. Todo parece hacerse pan con sabor a rica miel cuando se suben a las tribunas de los mítines, cuando pasean sin prisa pueblos, calles y mercados. Aunque por experiencia ya sepamos que la mayor parte de sus ofrendas pasa a ser comida que pronto se llena de gusanos y huele mal. La despoblación rural, la inseguridad del campo, la injusta e inaceptable carga impositiva de sucesiones –si se echan cuentas, heredar un corral que ya no vale ni para albergar gallinas hueras cuesta casi tanto como una plaza de garaje en la misma Puerta de Alcalá-, los cientos de locales comerciales cerrados, la incertidumbre de las pensiones... cualquier problema parece tener solución en campaña electoral. Luego siempre existirán argumentos para hacer de las promesas cuestiones inabordables. De ahí que el electorado se haya pasado los últimos años pegando bandazos; con la esperanza de que el maná tal vez llegara con esos “neodioses” tan pródigos en petulancia social, eslóganes de “a conveniencia”, lazos de todos los colores y una verborrea entrenadísima para que no quepa más que decir amén. Preocupada miro este cielo de marzo que no parece querer engendrar ni nubes de lluvia ni primavera. Preocupada también escucho las voces altisonantes y regalonas de candidatos y afines. Preocupada asisto a los comentarios de los que andan entre Pinto y Valdemoro porque no saben a quién votar. Preocupada, muy preocupada, observo una España balanceándose, como el elefante, sobre una tela de araña, cada día más frágil, que amenaza con despanzurrarse en el suelo. El futuro no está en ofrecer maná sino en garantizar proyectos viables haciendo un inventario riguroso de lo que se tiene en la despensa. Todo lo demás son regalías de mendaces profetas, cuya única meta es arrear dócil rebaño.

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