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Son mayoría quienes piensan que el pasado no puede cambiarse. Es natural: también son mayoría los que todavía no han escrito sus memorias. Así avisaba Robin Williams, el brillante actor norteamericano, de los peligros que acechan a quienes recuerdan lo que nunca sucedió o nunca sucedió así, y, en dudosa correspondencia, soslayan los detalles molestos o espinosos que sí tuvieron lugar. En ocasiones, es verdad, esto ocurre porque la memoria es frágil (en realidad es más bien sólida) y selecciona interesadamente lo que merece ser guardado o, por el contrario, debe eliminarse.

Coinciden muchos expertos en neurociencia cognitiva que los conocimientos que se almacenan más fácilmente en nuestra mente son los más triviales. Pero desde otros ámbitos intelectuales se enfoca el asunto con más retranca: Michel de Montaigne, a quien muchos señalan como forjador del género literario llamado ‘ensayo’, observaba que nada fija tan intensamente algo en la memoria como el deseo de olvidarlo.

Digresión imprescindible: obsérvese que existen procedimientos más o menos inocuos que permiten visitar el pasado alterándolo. Son los que se apoyan en artes que exigen la complicidad del lector o del espectador para establecer con el autor un pacto de credulidad. Hemos aprendido en cientos de relatos y películas que esas visitas a tiempos pretéritos no solo cambian el pasado: también transforman el presente, justificándolo.

Me muevo en el campo de la ficción. Han pasado 10 años, y nuestros líderes en la vida política de 2029 se ven obligados a viajar al pasado en un flashback, una analepsis imprescindible. Tienen que remozar el pasado porque necesitan cambiar, dignificándolo, el presente (su presente de 2029). Saben, lo dijo Robin Williams, que el método idóneo para conseguirlo es redactar unas memorias. Me sacude un ataque de curiosidad: ¿qué cambiarán en aquel pasado de 2019? Si la conjetura de Montaigne es ajustada y 10 años más tarde no han podido desalojar de su mente aquello que querrían olvidar, ¿cómo justificarán el desastre institucional que con máxima eficacia, y cada uno a su manera, están produciendo? ¿Hablarán del mosqueo extendido entre los ciudadanos de aquel pasado que es hoy para nosotros? ¿O confiarán en la fuerza de un viejo y pegajoso relato (salió la fastidiosa palabra) preparado para confundirnos? Habrá que confiar, quizá, en que los de arriba recuerden el acerado aforismo de Elmer-DeWitt: hay políticos que hacen historia; otros solo dan titulares a la prensa.

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