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Antes un cerdo, una vaca o el perro eran animales, sin más. Tenían la obligación de servirnos y como derechos, aquellos que quisiera regalarles su dueño, que en muchos casos bastante tenía con poder comer cada día.

Ahora la situación en España ha cambiado y nuestro bienestar afortunadamente nos exige incluso por ley ser generosos con los animales. Los ganaderos lo han aceptado y los animales viven en condiciones adecuadas para su felicidad, lo que es importante por supuesto para ellos, también para el ganadero -porque está demostrado que así producen más- y para la sociedad, que no está dispuesta a pagar a quien no sea humano con sus animales, que no es lo mismo que humanizarlos.

Y sobre esta nueva necesidad giró el Foro que celebró LA GACETA esta semana con el mediático Juan José Badiola y la directora general Esperanza Orellana como portavoces de ese necesario cambio social que hemos vivido y con el mensaje de seguir evolucionando para que los animales vivan incluso cada día mejor.

Y resulta que a pesar de la vigilancia sobre el bienestar y la insistencia del Gobierno en que se cumpla, hay ganaderos que se ven obligados a poner a dieta a sus cerdos, aún sabiendo que eso se aleja de su bienestar, porque si no lo hacen incumplirían la norma de calidad del ibérico, sostenida por el Ministerio de Agricutura. El Gobierno aprobó hace ya 18 años los requisitos que deberían cumplir los cerdos para poder llevar la etiqueta de ‘ibérico’ y, entre ellos, decidió que los animales que dan origen a los productos ‘de cebo’ -etiqueta blanca, criados en explotaciones alejadas de la dehesa y que no sean de raza 100% ibérica- debían tener un peso mínimo de canal de 115 kilos con una edad de sacrificio de al menos 10 meses. Pero como a esa edad es complicado que no superen ese peso, muchos no comen lo que deberían para que el industrial no se encuentre con jamones invendibles de 10 kilos.

La directora general no negó la dieta y, es más, incluso habló de la trampa de que en España “nazcan” tostones con dos meses para salvar la norma, pero prometió mantenerse al margen de cambios porque dentro del sector no hay acuerdo y el debate no es sosegado.

Igual que se mantiene el rito Halal porque hay dos religiones, la judía y la musulmana que lo reclaman y los gobiernos de la Unión Europea, incluido por supuesto España, miran hacia otro lado aunque se incumplan las normas de bienestar animal, en el caso del ibérico se ignora a una parte para no despertar la furia de la otra. El Ministerio está convencido de que basta con cerrar la puerta para que vuelva la calma y quizá no le falte razón porque con esta indiferencia complica la supervivencia de los productores que se quejan.

Después de tantos años de aplicación de la norma no se puede tener miedo a corregir aspectos que complican la existencia de unos ganaderos que producen ibérico aunque no se críe en dehesas. Por respeto al productor, pero también al consumidor que quiere adquirir ese tipo de productos perfectamente etiquetados, el Ministerio debe escuchar al sector y no sucumbir a la comodidad de que los intereses de unos dejen sin espacio a otros y más cuando ocurre por la intervención del Gobierno y no del mercado.

El nuevo Gobierno de Pedro Sánchez debería estar dispuesto a sentarse y modificar, si es necesario, la norma. Debe decidir, que es su obligación, y no apoyado en la excusa del consenso sino en la lógica y en criterios objetivos. Y, hasta que lo haga, el Ministerio no puede denunciar ‘trampas’, metiendo en un mismo saco a todos los ganaderos de cebo, sino actuar. Si ahora lo prioritario es el bienestar animal, no habrá más remedio que sentarse a hablar de la norma del ibérico, aunque sólo sea para que ningún Babe coma menos de la cuenta.

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