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En un artículo reciente (EPS 27-X-2019) Javier Marías imaginaba lo que pensarán nuestros nietos o bisnietos de lo que nosotros realizamos ahora. Por ejemplo, cómo nos sometemos gustosamente a las sevicias y humillaciones de las compañías aéreas y de los aeropuertos, donde pasamos hora tras hora con el propósito de desplazarnos como tontos de un sitio a otro cuando, en realidad, no nos interesa ningún lugar.

En efecto, el turismo se ha convertido en una invasión enloquecida y mientras todo el mundo clama en contra de la contaminación y algunos anuncian –a propósito del cambio climático- el apocalipsis, los aviones siguen contaminando el aire con gran despreocupación por parte de las autoridades nacionales e internacionales.

Hace ya algún tiempo decidí no viajar en avión en el interior de la península, pero la semana pasada tuve que trasladarme a las Islas Canarias y me tocó aguantar las torturas que prepara una de esas compañías de bajo coste en euros, pero no en maltrato físico (por ejemplo, con caben las piernas, que se incrustan en el asiento de delante, el personal de cabina tiene la orden de mantenerte atado y para ello colocan en el pasillo unos carritos para que no puedas ir ni a mear...) y mental.

Para Javier Marías, las torturas siguen también a pie de calle. Las ciudades son un caos y un peligro para las personas de edad, ya sin tantos reflejos como para esquivar bicis y patinetes. Los domingos, muchos se disfrazan de atletas y corren en masa por cualquier motivo “solidario”, eso dicen. No lo hacen en espacios verdes y libres, como sería normal, sino que se empeñan en hacerlo sobre el duro asfalto y en los lugares más céntricos, para impedir el paso a cuantos no participan de esos maratones. Y todo por la visibilidad, palabra de moda que cuando se reclama para sí lo único que pretende es “hacer que me vean a mí y así que nadie vea a mi vecino”.

Otra de las plagas actuales son los móviles. Nuestros nietos y bisnietos, en efecto, verán en algún documental sobre nuestra época cómo la gente anda aferrada al móvil, sin dejar de mirarlo o teclearlo, sin atender a lo que pasa a su alrededor. Unos tropiezan, otros son atropellados por vehículos que ni ven ni oyen llegar y hasta algunos mueren de la manera más idiota por hacerse un selfie junto a un acantilado o a un barranco. En el Metro ya nadie lee el periódico, pero el 100% de quienes van sentados viajan mirando el móvil no para comunicarse sino jugando en él a juegos estúpidos.

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