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Fue el 30 de julio de 1991. El lugar, la Ópera Estatal de Viena. El protagonista, Plácido Domingo. El madrileño concluyó su interpretación de ‘Otelo’ y el público, evidentemente arrebatado por su actuación, comenzó a aplaudir. Comenzar comenzó, pero la cosa no parecía anticipar un final. Según el Libro Guinness, los aplausos duraron 80 minutos, y el telón se abrió y cerró 101 veces para permitir el saludo del tenor-barítono. Joé, una hora y veinte minutos aplaudiendo.

Desde luego, el entusiasmo del público puede explicarse por la memorable actuación de Plácido Domingo. Pero algunos detalles del evento me llevan a sospechar que otros factores pudieron contribuir a la tremenda duración de los aplausos. Que una hora y veinte dale que te pego en plan Rosalía (¡tra, tra!) es un montón de tiempo. Un montonazo: imagino las manos más recias medio despellejadas en sus palmas, y las más delicadas con incipientes ampollas. Y aparte, la musculatura de brazos, hombros y espalda hechos cisco. Así que digo yo: ¿no sería que se había preparado fuera un tormentón con lluvia y aparato eléctrico (perdónenme: es que me moría de ganas de usar esta extraña expresión)? “Yo me quedo sentadito aquí hasta que escampe”, se diría más de uno. Pero, claro, en esa situación no te puedes quedar sentado en tu butaca con cara de pasar de todo. Los del público que están cerca te mirarían reprobatoriamente y sin disimulo, como pensando “Mira el señorito. ¿Qué pasa, que no te ha gustado? Pues aplaude, hombre”.

Y es que en ocasiones no aplaudir da vergüenza. Tanta que, puestos a aplaudir la gente se aplaude a sí misma. Compruébelo viendo algún concurso de la tele. Aplausos de lata aparte, las manos de los concursantes también quedan desollados de tanto plas-plas-plas.

Algo semejante ocurre en el Congreso, la fábrica pública de los aplausos. Llama la atención (‘poderosamente’ no, por favor) que extemporáneamente los compañeros de partido se pongan a ovacionar como locos a su líder antes incluso de que haya empezado a hablar. Tal comportamiento, hay que decirlo, choca a menudo con la sensibilidad de los ciudadanos, que, con las excepciones de rigor, no suelen tener un concepto muy alto de la valía de los mandones. Otra vez se agudiza la distancia entre los de arriba y los de vuelo rasante: sería más bien difícil ver a un ciudadano medio aplaudir viendo en la tele a los representantes jaleándose a sí mismos. Y menos si la cosa se extiende durante una hora y veinte minutos (o más). A no ser que canten.

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