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El fin del estado de alarma, y la consiguiente derogación del toque de queda y del cierre perimetral de las comunidades autónomas, nos ha vuelto a demostrar el alarmante estado en que vivimos. Y no me refiero a las edificantes imágenes de la madrugada del domingo pasado de una Plaza Mayor abarrotada de jóvenes al grito de “hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual”, con el que festejaron la ansiada libertad de movimientos. La insensata explosión de júbilo de la noche en la que puerilmente nos mandaron a casa a las diez para darnos rienda suelta a las doce se quedará en uno de esos abochornantes retratos para el recuerdo. Pero en nada más. Nada que ver con la continuidad de aquellas manifestaciones organizadas hace casi un año contra la gestión de la pandemia llevada a cabo por el Gobierno y que se disolvieron a golpe de apertura de terrazas, por ejemplo.

Debería preocuparnos mucho más la errática y marxista –de Groucho, por supuesto- política de quienes nos desgobiernan estos días.

Ahí está Pedro Sánchez, el ahora escondido presidente por obra y gracia de Isabel Díaz Ayuso. Su desvergüenza es tal que ha dejado a los pies de los caballos a las comunidades, negándose a debatir una ampliación del estado de alarma y vagueando hasta límites insospechados al no modificar las leyes necesarias con las que las autonomías puedan ordenar restricciones amparadas bajo un paraguas legal adecuado. Y eso que prometió hacerlo hace un año. Pero, claro, para cambiar una ley, hay que hablar de la pandemia del coronavirus en el Congreso y este caradura ya no quiere escuchar las cifras de muertos que ha dejado tras de sí. Prefiere salir en televisión en sus mítines-homilía perfectamente organizados prometiendo vacunas y fondos europeos, aunque los tengamos que devolver en forma de peajes en carreteras secundarias.

Con su ilimitada desfachatez ha cargado al Tribunal Supremo con el muerto de decidir de forma urgente si una comunidad autónoma está para un cierre perimetral o para que en un domicilio puedan juntarse más de cuatro personas no convivientes. Como si los magistrados del alto tribunal fueran expertos en el índice reproductivo de un virus o la incidencia acumulada a catorce días... La artimaña es más ruin todavía. Poco menos que el Gobierno “aconseja” al Supremo que tumbe las decisiones de los tribunales superiores de Justicia de las comunidades si no aceptan lo que les piden los gobierno regionales para controlar la pandemia. Con un par. Es decir, no contento con enfangar todo el panorama político, ahora también quiere sumir en el caos a los estamento judicial. Esta estrategia del avestruz no es nueva, ya la puso en práctica en la desescalada.

Pero la interesada actitud de Sánchez no sorprende a nadie. Ni a los de su propio partido, a los que purga sin que se le mueva un pelo si le caen mal. Por estos lares, ha causado más perplejidad la desnortada táctica de nuestro Gobierno regional. La semana pasada, Alfonso Fernández Mañueco desistió de su lucha por mantener el toque de queda y el cierre perimetral. Lo anunció como escondido, en un acto sanitario en Ávila. Los revolcones que le había dado el Supremo por adelantar el toque de queda a las 8 de la tarde y por restringir a 25 personas el aforo de los templos, sean una capilla o toda una catedral, lo tenían escaldado. Y su vicepresidente y amigo, Francisco Igea, en un alarde de funambulismo, se echó en brazos de Ayuso –que es lo que mola ahora- y permitió que la hostelería pudiera abrir hasta las once de la noche. Lo debió hacer a regañadientes porque en cuanto ha visto las imágenes de la Plaza Mayor de Salamanca, le ha faltado tiempo para decir que si el Supremo aprueba el toque de queda en otras comunidades, ya está estudiando solicitarlo. ¿Qué ha cambiado de un día para otro? Solo él lo sabe.

Vamos que, visto lo visto, Pedro, Alfonso y Francisco lo tienen claro. Podemos estar tranquilos. Nuestros bravos timoneles nos llevarán a buen puerto. Unos graditos a babor, otros pocos a estribor y que Dios nos pille confesados. No se alarmen. Es lo que hay.

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