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La piel del dictador

La piel del dictador

Julián Ballestero

Martes, 8 de enero 2019, 18:41

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Ya en 1999 Fidel Castro tenía la piel de un repugnante color amarillo traslúcido, salpicada de manchas marrones y negras, como si los años de hacer sufrir a los cubanos le hubieran destrozado el hígado y no la conciencia. En febrero de aquel año, los periodistas de Castilla y León que charlamos unos minutos con el comandante al final de una comida en el Meliá Cohiba llegamos a la conclusión de que le quedaba poco tiempo de vida, un año o dos a lo sumo. Pues sí. Menuda vista.Habíamos cruzado el charco para informar de la visita de Juan José Lucas, entonces presidente de la Junta, a La Habana, donde permaneció casi una semana dándole cariño a los miles de cubanos con antepasados castellanos y leoneses. Fue una visita incómoda para Lucas, pese al cariño de los isleños y el buen talante de Fidel, que le invitó a cenar en el Palacio de la Revolución, colmando así las aspiraciones del soriano en su búsqueda de proyección internacional (dos años después Aznar lo nombraría ministro de la Presidencia). Ocurría en aquel tiempo que el dictador acababa de sufrir uno de sus famosos ataques de verborrea purificadora y, amén de arrancar de cuajo los primeros brotes verdes de una precaria liberalización de la economía, la había emprendido contra los líderes de la disidencia, defensores de la libertad, cuatro de los cuales iban a ser juzgados en esos días y enviados a la cárcel por no comulgar con el comunismo castrista. Al presidente castellano y leonés le preguntábamos en cada rueda de prensa si iba a condenar la persecución de los cuatro intelectuales, a lo que siempre respondía con evasivas.Pero hubo más momentos de apuro para la delegación castellana y leonesa. A Lucas no se le ocurrió otra idea que invitar a comer a los miembros de las casas regionales de Castilla y León en Cuba con productos de la tierra (de aquí). Al evento acudieron más invitados de lo previsto y con mucha más hambre de la imaginable, de tal manera que las viandas no fueron suficientes para evitar la impresión de saqueo colectivo y desabastecimiento general. Los más optimistas achacaron el espectáculo a la calidad de los embutidos y otras vituallas, pero el resto nos dimos cuenta de que había en la isla una hambruna camuflada de dieta voluntaria.Lea el artículo completo en la edición impresa de LA GACETA

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