Alberto Leyte hizo las maletas y se marchó a la capital de España en los primeros días del confinamiento. Profesional salmantino del sector funerario todavía recuerda con “angustia” aquellos días. “Marché a Madrid los primeros días del confinamiento de voluntario y mis compañeros no daban ... abasto”. Todavía se le estremece la piel y trata de ponerle un adjetivo a todo lo que vivió durante esos días: “Fue horroroso, no parábamos ni un segundo”.
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No olvidará nunca aquel angustioso primer servicio. “Cogimos un furgón para atender una llamada a la primera residencia que fuimos. El shock fue tremendo al ver ocho cadáveres en una habitación, pero es que en la habitación de al lado había otros siete esperando”, recuerda como si en vez de un año hubiesen pasado unos minutos. La preparación de los cadáveres era meticulosa y el EPI les ahogaba en aquellos primeros momentos que tenían que “enferetrar” los cadáveres en “tiempo récord” para tratar de estar el menor tiempo posible en un espacio donde la covid se había hecho fuerte. “Parecía una guerra que nunca se iba a acabar”, describe.
Comenzaban la jornada a primera hora, apenas comían y continuaba todo el día hasta las once de la noche que concluían de “puro agotamiento”. “El teléfono no paraba de sonar en ningún momento”, detalla sobre la labor que realizó apoyando a la UME y en los hospitales de La Paz y el Gregorio Marañón de Madrid. Tras concluir la labor de voluntariado, regresó a su trabajo en una funeraria de Salamanca donde comenzaba a llegar el impacto de los fallecimientos por Covid. “El mayor riesgo estaba en las residencias. Entrábamos en la zona Covid hasta dentro en las habitaciones donde los ancianos estaban en las camas o en los baños. Los metíamos en un sudario y posteriormente en un arca que desinfectábamos”, detalla. El segundo lugar con mayor riesgo estaba en los domicilios durante la primera ola. “Cuando llegábamos a recoger a los fallecidos estaba la familia confinada, muchas veces sin mascarilla por la propia emoción, sin apenas ventilación y estábamos muchas veces más de media hora, cuando lo recomendable son quince minutos”, incide. En cambio, la seguridad del trabajo en los hospitales fue mayor con el doble sudario que se utilizaba al principio, aunque posteriormente se dejó solo uno.
Cuando a Leyte se le pregunta si ha merecido la pena todo ese esfuerzo y la escasa gratitud de la sociedad hacia el sector funerario, responde de forma contundente: “Sí, ha merecido la pena porque alguien tenía que hacer la peor parte de la pandemia”. “Ni nos han aplaudido, ni nos han nombrado pero a nadie se le pasa por la cabeza lo mal que lo hemos pasado”, reconoce a la vez que asume que ha necesitado ayuda psicológica puesta en marcha por las propias funerarias tanto para ellos como para sus familias.
Leyte considera que deberían haberles incluido junto al resto de sanitarios en la vacunación. “Nos acojona una cuarta ola que nos pueda llevar por delante. Estamos cansados y muy hartos”, señala indignado. Y es que considera que los riesgos siguen existiendo, principalmente en los domicilios, donde recogen cadáveres que desconocen si han tenido o no covid. “Nos tenemos que fiar de los familiares que nos dicen que es un infarto, pero al no tener una prueba PCR no sabemos si tienen o no covid”, expresa. En este aspecto, también señalan que tras la relajación de las medidas del protocolo covid se ha recuperado la práctica de las tanatopraxias para las personas que no han pasado el covid, una situación que resulta complicado verificar sin una prueba. “Los forenses antes de realizar una autopsia tienen una biopsia que les confirma si es positivo o negativo, pero nosotros no y estamos en una pandemia”, reconoce. Por ello, señala que la administración debería vacunarles al igual que ha hecho con el resto de profesionales que no están en primera ola.
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