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Ángel J. Ferreira
Viernes, 9 de octubre 2015, 06:45
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A lo largo de mi vida he hecho algunas cosas que merecían la pena y de las que me siento agradecido por lo que me han aportado: hay un antes y un después de ellas, y si no las hubiera vivido, seguro que sería peor. Una es haber estudiado teología en la Escuela de San Esteban. Recuerdo bien mis dudas antes de decidirme: ¿teología para qué?, ¿tiempo perdido?, pero desbordando iniciales prejuicios me puse a ello y durante tres años no me perdí un solo día de clases: las aguardaba expectante, me despertaban toda clase de preguntas y encontraba respuestas a dudas largo tiempo sufridas, eran clases estimulantes. ¿Por qué, me pregunto ahora, cuando recuerdo con nostalgia aquellos tres intensos cursos? Sin duda, me respondo, por la calidad, intelectual y humana, de sus profesores. La misma materia, impartida por uno u otro profesor, se convierte en un rollo insoportable o, como es el caso, en apasionante desafío. Lea el artículo completo en la edición impresa de LA GACETA
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